Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Mi secretaria

Autor:

Luis Sexto

Mamá ha emigrado recientemente por segunda vez. No regresará más. La muerte, como esas tiendas que siempre tienen la razón, no admite devoluciones. Y yo, a solas con la noticia, confío en que tal vez la letra, exorcista empecinada, pueda, mediante un acta de amor, sustraerla de tan inapelable norma. Porque para hacer perdurable lo efímero, para eso, soy periodista.

Ella quería ser mi secretaria cuando lograra ese propósito. La recuerdo baldeando la cocina y sin apenas mirarme oyó mi descontento con el trabajo que en esos días realizaba. Tenía unos 18 años. Mi obsesión era escribir: la arquitectura de la felicidad se articulaba para mí en una redacción de periódico, aunque nunca había entrado en ese espacio todavía inimaginable por mi vocación, salvo cuando, oyente habitual de un programa de Luis Grau, en Radio Popular—emisora ubicada en Infanta o Ayestarán, que no preciso, muy cerca de la plazoleta de Carlos III— fui a conocerlo, con cierto atrevimiento, y vi una cabina de locución y transmisión. De Grau, lo digo en su honor, conservo unas memorias muy agradecidas. Me le acerqué cuando, ya fuera del estudio al terminar su programa de música entonces llamada del ayer, hablaba con quien luego supe era el músico Joaquín Mendível. Grau me atendió con bondadosa cordialidad y en lo adelante nos hicimos amigos, si pudiera llamarse amistad a la relación de un muchacho sin oficio y una avezada y culta voz de la radio. Pues, sí: fuimos amigos y alguna vez lo visité en su casa de 17 y 26, cerca del barranco por donde se baja a un barrio humilde a orillas del Almendares.

Mamá conocía de esa relación que fertilizaba mis sueños, y ahora escuchaba callada mis lamentaciones. Estábamos en la cocina. Me miró levantando la cabeza desde el piso que limpiaba en cuclillas, y como asegurándome el futuro cierto de mis proyectos, me confió su deseo de ser mi secretaria cuando yo fuera un periodista famoso. Le dije que no, con la sorda prerrogativa de quien solo reconoce como únicos derechos los propios, y como deberes, los ajenos.

Con el tiempo, la pesadumbre derivó en llaga moral. Durante los primeros años de mi madurez, periodista ya un tanto envejecido, aunque no célebre, el fuetazo que hice restallar sobre la abnegación y el amor de mi madre, me dolía en toda la claridad de mi injusticia. ¿Cómo habría asimilado la urticante negativa de su hijo mayor? ¿Se le habría comprimido el corazón en tanto la pena se le transformaba en una piedra de cuarzo o en una perla oculta entre las valvas de su ternura herida?

Hacía años que había emigrado con el resto de sus hijos. Uno se había adaptado a saberla lejana, a solo oír el día de mi cumpleaños su perseverante llamada telefónica. A fines de siglo, la desgracia hizo parada en nuestra familia. Y a Estados Unidos llegué con mi hijo menor muy enfermo para intentar esa esperanza que llaman «lo último». Al otro día volví a paladear la sazón de la cocina de mamá: tres décadas sin el toque maternal de sus frijoles, la delicadeza del arroz desgranado, y tanta carne de pollo frita para aquel adolescente comilón desde la infancia. Luego, me levanté; fui a la cocina y con el mismo inexplicable pudor que a veces me impidió besarla o decirle mamá, perdóname, le pedí el nombramiento que tan cruelmente le negué cuando aún no sabía de verdades inapelables como la muerte. Mamá, yo sé que ahora serás mi brazo más fuerte, mi líder, mi estrella en país extraño, y por todo eso ¿me dejas ser tu secretario? Ella comprendió y me abrazó; lloraba. Yo también. Y ahora estoy en paz.

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