Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Juntemos las manos: que no duela nadie más

Autor:

Ana María Domínguez Cruz

16 de febrero de 1956. Mima nunca olvidó su primera noche de luna de miel en el hotel Saratoga. Su primera noche fuera de su casa, en La Habana, recién casada. Y fue ese hotel, toda su vida, el referente de la felicidad que empezó a construir desde ese instante para toda su familia.

Jamás pude pasar e ignorar el Saratoga. Por ella, por las alegrías que allí vivió, por lo majestuoso que le pareció cual palacio de cuento de hadas, a ella que venía de un campo donde hundir los pies en el sembrado del arroz les hacía olvidar las penas. Entonces era para mí mucho más que un edificio de altos valores arquitectónicos o alojamiento de famosos contemporáneos como Madonna, Rihanna, Mick Jagger, Beyoncé y Ozzy Osbourne, entre otros. Era el lugar de la felicidad de mi abuela.

Catorce días después de aceptar a Mima, mi abuela, en otra dimensión, el hotel Saratoga es noticia en el mundo. ¡Maldita explosión! «¿Dónde estás? ¿Estás bien? Mira lo que pasó…» y fue la llamada de mi mamá el primer clic con la noticia. Suspiró aliviada. «Estoy bien». Y tanto empezó a cruzarse en mi mente.

Pensé en las fotos de Mima que nunca existieron de su estancia en este hotel del siglo XIX y al mismo tiempo, las lágrimas de quienes ya, en ese instante, debían estar llorando a sus seres queridos. El incendio del avión aquel, el tornado, el accidente en el malecón… vidas que se pierden de repente, cuando un despertar apacible ni sospechas les provocan de un desgarrador momento posterior.

Hurgar en las redes sociales es, hoy, quizás, la primera acción. Y ahí estaban las cruentas imágenes. Las busqué, apenas lo creía hasta entonces. Videos compartidos, incluso en los perfiles de quienes constantemente siembran el odio o la burla… Ellos también enlutaban sus palabras en los posts, ellos también sintieron el dolor.

Imagino el pánico de quienes caminaban, despreocupados, por el Prado habanero. La angustia de quienes esperaban, pacientes, la llegada de la guagua a la parada y el temor multiplicado entre los niños de la escuela primaria Concepción Arenal al costado del hotel. No estaba ahí pero es impresionante ver lo filmado por los que pudieron hacerlo de inmediato, mientras otros miraban, atónitos, cómo crecía aquella nube de humo alrededor.

Así el dolor empezó a crecer en los pechos, apretados, de todos cuantos lo vieron. No importa si se vive en Camagüey, en México o en China… Todo el que sepa de lo sucedido, no puede menos que sobrecogerse. Nadie puede permanecer inmutable ante la vida que se desvanece repentinamente.

¿Sabotaje? ¿Accidente? ¿Negligencia? Comienzan las dudas, se desarrollan las investigaciones. Mientras las causas se expliquen, alguien tiene que llegar, que ayudar, que salvar. Y sin ser expertos en el tema, muchos se aventuraron a salvar las vidas.

Por suerte, en poco tiempo estaban ahí miembros de la Brigada de Rescate y Salvamento, hombres y mujeres dispuestos a arrancar de los escombros a las víctimas, entrenadores con sus perros adiestrados, narices profundas que no permitirán que alguien quede sin descubrirse. Y ambulancias, y médicos, y enfermeras… y periodistas, fotógrafos, choferes dispuestos a brindar sus vehículos para el traslado de los necesitados.

Tanta solidaridad, tanta entrega, inigualable empatía. ¿A ti te duele? ¿A mí también? ¿Quien puede decir lo contrario? «Corre, vamos, hay que evacuar a los niños de la escuela para protegerlos». «Apúrate, busca por allá…» «Oye, mira, publica esta foto de mi primo que trabaja en el hotel y no se sabe nada de él». «¿Óigame, dígame, qué puedo hacer, cómo ayudo?» La gente corría, lloraba, pedía auxilio… «No grites, ven, te abrazo…».

Medio Saratoga voló por los aires. Cristales, paredes, muebles, adornos, puertas, ventanas, lavamanos… la estructura permanece intacta y no pocos optimistas ya vaticinaban que podrá florecer nuevamente en poco tiempo, pero ahora duelen las personas.

El cielo se nublaba. El Presidente cubano llegó al lugar, el Primer Ministro, el personal que los acompaña. No pudieron evitar sentirse empapados de ese mar de gente que no dudó en socorrer y fueron a todas las instituciones hospitalarias a las que llegaron los rescatados para supervisarlo todo.

«Todas las condiciones y recursos requeridos están garantizados para brindar la asistencia médica que haga falta», aseguró el ministro de Salud y se puede comprobar, a estas horas, en cualquiera de las entidades donde permanecen ingresados.

Poco tiempo había transcurrido desde que la noticia corrió, veloz, y ya estaban miles de jóvenes ofreciéndose a donar sangre en los lugares existentes para ello. Escribo ahora estas líneas y me llegan mensajes al Whastapp que especifican los horarios y direcciones para que los que lo deseen puedan seguir sumándose a los de brazo firme que ya lo han hecho.

Mayor de 18 años y menor de 65 años, peso mínimo de 50 kilogramos, no estar embarazada o amamantando, no padecer enfermedad alguna, no haber sido sometido a cirugía reciente, no haber consumido alcohol en los tres días previos, no haber consumido alimento en las cuatro horas anteriores, entre otros requisitos, se reenvían una y otra vez por este servicio de mensajería, para que no escasee la sangre que pueda ser necesaria.

Al personal de salud que cumplía con su dinámica habitual se le estremecieron las almas y se les encendió la chispa del deber, y continúan ahí, al pie de cada uno, luchando contra la muerte. Y, desde cualquier latitud se reciben las condolencias, los abrazos, las ayudas, las donaciones, los sentimientos. Cuba nunca ha estado sola, y ninguna desgracia puede opacar eso. Al contrario.

«Que no muera nadie más, que ya es bastante», suplica, mirando al cielo, la que hace tres días soñó que algo malo sicedería. «Estas cosas no deberían pasar, quiero evitarlas. Que no duela nadie más», y el llanto me rompe los ojos. Volví a llorar a Mima.

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