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Unanimidad, en eso sí...

Autor:

Juventud Rebelde

Ciertos lectores me dicen cuando encomian alguna de estas columnas: Usted es valiente. Les agradezco el piropo. ¿A quién no le gusta que le reconozcan el ímpetu? Pero no estoy de acuerdo con el calificativo. Me parece que si en Cuba tuviéramos que ser valientes para decir lo que pensamos, un tufo a inconsecuencia empezaría a mortificar nuestro olfato político.

Me gusta más que calimben mi conducta profesional con este adjetivo: honrado. Qué mayor gloria. Antes que la valentía prefiero la honradez. Este proceder incluye al otro. Para actuar honradamente precisamos ser valientes y desoír el reclamo de cálculos, tentaciones, compromisos de índole personal, a veces egoístas y oportunistas. La honradez no supone que haya que, para escribir o hablar, estar desafiando a alguna fuerza represora, amordazante. Si así fuera, repito, tendríamos que revisar todo el andamiaje ideológico, político y jurídico de nuestra sociedad.

Interpreto correctamente, sin embargo, lo que quieren decir los lectores cuando me honran con el «laurel de la valentía». Ellos saben que como la unanimidad se convirtió entre nosotros en una categoría inexcusable, en una norma del patriotismo y la militancia política, cuando alguien reta la unanimidad, cuando alguien sostiene una opinión que se aparta de la opinión de la mesa directiva en la asamblea, o del director en el consejo y así de rango en rango, parece que la tierra se estremece y las paredes se cuartean. Y de pronto, un país de ciclones deriva hacia un país de terremotos.

Más bien, el piso tendría que agrietarse cuando la unanimidad cubra con su espeso manto de concordancia acomodaticia, cualquier reunión o intercambio de ideas. La unanimidad daña tanto que desde el mismo instante de su concepción comienza a estrechar el ambiente y a garabatear en las ancas de la democracia, el prurito de las inconsecuencias. ¿Qué dice usted: que en la asamblea todo el mundo estuvo de acuerdo, que nadie se opuso, que nadie planteó un punto de vista distinto? Ah, qué será de ese centro, de esa institución y qué de nuestro país si nadie halla un punto de fricción capaz de propiciar, como mínimo, un debate que despeje oscuridades y equívocos para el presente y el futuro.

No lo dudo: hace falta, sobre todo, honradez para levantar la mano y luego expresar «otra opinión», «otro punto de vista». Claro, posiblemente no agrade a determinada mentalidad. A quienes se acostumbraron a decir la última palabra, les podría disgustar que de la masa surja la idea o el criterio distinto y diverso que los obligara a pensar, a argumentar, debatir. Por ello, cuánta urgencia nos apremia para que esa ecuación de álgebra casera —«primero yo, mi gusto, mi percepción, mi decisión y luego los demás»— sea resuelta en los términos de la política revolucionaria.

Sin ser absoluto, la unanimidad que pretenda imponerse por encima de lo racional y libre, conduce a un resultado inexorable: la doble moral. ¿Quién dirá la verdad? ¿Quién estará con nosotros o contra nosotros si no hay espacio para las definiciones democráticas? No arrojo un guante. No pretendo que la osadía me distinga. Solo me sumo, honradamente, al criterio más necesario hoy en Cuba: debatir. La Revolución se organizó, triunfó y ha perdurado en el debate, que es como una linterna, un bastón, un radar, un barreminas. Por ello, no basta con que la Revolución siga en el poder. Hace falta que operen los métodos y la honradez de la Revolución. Unánimemente. En eso sí...

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