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La ley del corazón

Es casi una historia de novela la de Nora Martínez Feijóo, campesina de la cooperativa de créditos y servicios (CCS) Agustín Hernández Cardoso, en Abras Grandes, municipio avileño de Florencia, quien batalla porque se le reconozca su derecho a la propiedad de la tierra en que ha vivido desde 1952, y la cual ha trabajado y cuidado siempre.

Cuenta la remitente que su mamá debutó con una esquizofrenia el propio día del parto que la trajo al mundo. Y a los 22 días de nacida, asumieron su crianza el abuelo materno, Bautista Feijóo, y la segunda esposa de este, Felicidad Martínez Cruz, quien no pudo concebir hijos propios.

El padre de Nora quedó al cuidado de sus otros tres hermanos, y más adelante se mudaron a otro sitio alejado de Agras Grandes. Pero la niña creció rodeada del amor del abuelo y su esposa, quienes siempre fueron para ella papá y mamá, aunque hubiera sido inscrita por sus padres naturales.

Nora se casó en 1970. Y como quien se casa, casa quiere, al lado de la vivienda de Bautista y Felicidad, levantaron una para ellos. Allí tuvieron y criaron dos hijas. Pero en 1972 Bautista falleció, y el esposo de Nora, que ya trabajaba en esas tierras, asumió la administración y el cuidado de la finca, aunque la propiedad, lógicamente, quedó a nombre de Felicidad, «mami» por siempre para Nora.

En 1997, Felicidad, Nora y su esposo, decidieron desmontar las dos viejas casas de madera, testigos de tantos esfuerzos y sacrificios, y ya muy deterioradas. Y construyeron una sola, de mampostería, para la familia.

En marzo de 2014, por complicaciones cardiovasculares falleció el esposo de Nora. Y desde entonces, a pesar de su diabetes e hipertensión, ella asumió el cuidado de la finca, junto a sus hijas. Y el 28 de enero de 2017, con sus 97 años cumplidos y, aún lúcida y vital, falleció inesperadamente Felicidad.

Meses después, Nora fue a la Delegación Municipal de la Agricultura a iniciar los trámites del traspaso de la propiedad de la tierra a su nombre. Y para su asombro, allí le dijeron que no tenía derecho a las tierras, porque entre ella y Felicidad no existían lazos sanguíneos inmediatos.

Alentada por familiares y amigos, Nora volvió a la Delegación de la Agricultura, y explicó lo que, más allá del alumbramiento biológico, representó el amor de madre y la protección prodigados por Felicidad, quien la condujo por la vida. Ella fue su madre. Y una gran madre.

Pero en la Delegación de la Agricultura le ratificaron que no le asiste derecho alguno sobre esa propiedad. Que a lo sumo se le podía facilitar un usufructo. Y Nora, con los arrojos justicieros de Felicidad latiéndole febrilmente en el corazón, se negó dignamente.

Felicidad había dejado un testamento legal, donde declara a Nora como única heredera. Ella lo hizo precisamente para facilitar, con la autoridad de sus sentimientos maternales, del ser que amó y formó a su hija, el traspaso de la propiedad que la ley estricta no reconoce.

«No concibo que en Cuba, referido a este asunto, la ley sea tan rígida, que no pueda reconocer mi derecho a una propiedad que nadie más reclama. Una tierra en la que he vivido 66 años ininterrumpidos, y que he trabajado con mis propias manos: primero con papi y mami, después con mi esposo y por último con mis hijas.

«¿Cómo es posible que si el testamento expresa la voluntad de la propietaria, mi madre en el mayor sentido de la palabra —no solo de crianza—, el mismo no tenga valor legal para las tierras, y tampoco se reconozca mi historia de vida?

«Los amigos me recomiendan que vaya a Provincia, que contrate un abogado. Quisiera hacerlo, pero estoy enferma, y con el transporte tan malo salgo poco de casa. Creo que asumir otro proceso burocrático me va a llevar a la tumba. Prácticamente no duermo con la ansiedad, y temo dejar desamparadas a mis hijas», concluye Nora.

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