Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Bajo el signo de la urgencia

¿De dónde sacó tiempo este hombre para hacer lo que hizo?

Aunó las voluntades independentistas, fundó un partido político, organizó la guerra contra España. Después de los 17 años de edad, cuando salió deportado de Cuba tras cumplir prisión y trabajos forzados pese a su minoría de edad, vivió de manera casi permanente en el exilio. Cursó dos carreras universitarias en España; trabajó como abogado y tenedor de libros, fue maestro en Guatemala, Venezuela y Estados Unidos. Cónsul en Nueva York de varias repúblicas sudamericanas y su representante en conferencias internacionales. Orador. Periodista siempre. Creó y dirigió un periódico, y publicó varias revistas. Redactaba directamente en inglés para periódicos norteamericanos. Hizo teatro, escribió una novela. Como poeta, es de los más grandes del idioma, iniciador del modernismo, aunque a la postre no quepa en ninguna escuela… Sus obras completas —crónicas, artículos, ensayos, literatura, cartas, discursos…— suman casi 30 volúmenes de más de 300 páginas cada uno.

¿De dónde sacó tiempo este hombre que vivió solo 42 años para hacer lo que hizo? ¿Tuvo   vida privada? ¿Amó? «Martí era un hombre necesitado de calor. Solo en las lides del amor o de la acción encontraba su propia temperatura», dice Jorge Mañach en Martí el Apóstol, su insuperable biografía del Héroe Nacional de Cuba.

El ensayista Cintio Vitier decía que Martí fue el primer revolucionario de América, lo que equivale a afirmar, sentenciaba Vitier, que fue el primer poeta del continente. Creador y vaticinador. Trasmutador de la realidad. Visionario. Es el poeta que asume la historia. La patria encarnada en un hombre.

Vive Martí bajo el signo de la urgencia. Une a los emigrados, tan dispersos hasta entonces. Negros y blancos. Viejos y jóvenes. Ricos y humildes… Su elocuencia arrebatada y pasional conmueve y domina. Funda el Partido Revolucionario Cubano y dirige su periódico, Patria. Se reúne con cubanos asentados en Santo Domingo, Jamaica, Costa Rica, México. La Revolución, liderada por Martí estalla el 24 de febrero de 1895. El 11 de abril está él ya en campo insurrecto.   La obra a la que dedicó su vida está en marcha, pero lo cerca la angustia y la frustración. De cara al enemigo, cae en combate el 19 de mayo. Su significación en la cultura latinoamericana es similar a su trascendencia e importancia en el proceso político y social de lo que él llamó Nuestra América.

 

Enseñar en serio y encantar jugando

La colonia cubana en Nueva York se sorprende, en el verano de 1889, con la noticia. José Martí, el revolucionario viril, el propagandista incansable de la guerra contra España, acaba de lanzar una revista titulada La Edad de Oro y que dedica a los niños de América.

«Para los niños trabajamos, porque los niños son los que saben querer, porque los niños son la esperanza del mundo», escribe Martí en el editorial del primer número de la revista. Se trata de una publicación mensual, de 32 páginas a dos columnas, fina tipografía y agradable papel, en la que se incluyen láminas y viñetas en las que los mejores artistas plasmaron escenas de costumbres y de viajes y retratos de hombres y mujeres célebres, y que contiene,  además, reproducciones de pinturas famosas y de máquinas y aparatos científicos. Garantiza una lectura variada y placentera y también instructiva. Y tiene tantos valores pedagógicos y artísticos que hoy se le considera una obra maestra del que tal vez sea el más difícil de los géneros: la literatura para niños y jóvenes.

Dice al respecto Fina García Marruz: «El principal hallazgo de La Edad de Oro es haber descubierto ese medio justo con que había que dirigirse a los niños y hablarles de modo que las palabras no pareciesen palabras o ideas, sino que fueran como la piedra que inicia el juego. Una vez en posesión de esa palabra, tomada al mundo de ellos, no iban a notar si se les enseñaba arqueología o historia mientras parecía estarles haciendo un cuento». El poeta  mexicano Manuel Gutiérrez Nájera, que caló antes que nadie estas páginas martianas, comprendió como pocos el empeño del hombre de La Edad de Oro: no se trata de que el adulto se aniñe ni que el niño sea hombre, sino partir de que el mundo de la infancia es tan serio como el nuestro y no podemos entrar disfrazados en su ámbito. Y sentenciaba: Martí no se muestra en las páginas de su revista como una maestra de primeras letras ni como una criada vieja, sabedora de cuentos de hechicería. «Su trabajo es el trabajo del alba: despertar».

Martí vive lejos de su esposa e hijo. A este le dedicó, en 1882, un poemario que es expresión de una nueva sensibilidad, Ismaelillo. Está hecho con rimas inesperadas, una sintaxis compleja, arcaísmos y hallazgos verbales. Inmerso como vive en el torbellino de la lucha política, el recuerdo del hijo lejano es como el remanso de un lago encantado. A esta hora, el amor sereno y doméstico de Carmen Miyares le ha sustituido el amor esquivo de su esposa. Y lo llena. Carmen está casada con el cubano Manuel Mantilla, enfermo de melancolía y de parálisis. Es medio venezolana y medio santiaguera; gorda, parlanchina, simpática. Martí se aficiona a los hijos de Carmen, especialmente a María, a la que distingue con marcado amor paternal. Saca a los muchachos por las tardes en bulliciosa reata. Los lleva al Parque Central, ven, en el Edén Musèe, las famosas figuras de cera. Todo lo sabe Martí. Todo quiere explicárselo a los niños.

¿Y por qué no hacerlo para todos los niños de América?  Un brasileño amigo, A. D’Acosta Gómez, pone los recursos imprescindibles. El hombre que es uno de los grandes prosistas de la lengua española es ahora sencillo a fuerza de ser sintético. Su estilo no se empequeñece para llegar a los niños, asevera Fina García Marruz. Por el contrario, se torna más fabuloso. Imita el idioma del niño.

El lenguaje de la pasión

El verbo martiano brotaba como el agua de un manantial, incontenible; a veces, tranquila y serena, a veces, encrespada, como a borbotones. Impactaban la fluidez de la palabra, la idea fulgurante, las imágenes fastuosas que dejaba escapar aquella voz delgada y viril al mismo tiempo. En Guatemala, en plena juventud, ganó el mote de «Doctor Torrente». José Martí, el Apóstol de la Independencia de Cuba, conmovía, sacudía, electrizaba siempre a su auditorio. Como orador, supo lucirse en severos foros académicos, en adustas reuniones internacionales como la Conferencia Monetaria a la que concurrió como delegado del Uruguay, y en mítines en los que llamó a sus compatriotas a hacer la revolución. En 1895, en los campos de Cuba libre, en vísperas de caer en combate frente a las balas españolas, tuvo también ocasión de dirigir la palabra a combatientes del entonces naciente Ejército Libertador. «Lo escuchaba y sentía que se me iba el sombrero», recordaba uno de aquellos mambises que tuvo el privilegio de verlo. Y otro: «No lo comprendía, pero sentí que tenía que morir por él».

Dice el argentino Sarmiento que «en español no hay nada que se parezca a la salida de bramidos de Martí… Después de Víctor Hugo nada presenta la Francia de esa resonancia de metal». Para José Lezama Lima, Martí, como orador, «ocupa lugar aparte en los fastos de la elocuencia española. Nada de fáciles melopeas castelarinas; su lenguaje es el de la pasión». En 1878, de vuelta del destierro, asombra a sus compatriotas con sus cualidades oratorias. Habla en el homenaje al violinista Alfredo Torroella. Es una oratoria diferente a la habitual. Habla de patria, «patria ceñuda y de lauros enlutados». Es una elocuencia nerviosa, brillante, difícil, embriagadora. La voz del orador, melodiosa, tan pronto vibra de energía como se vela con sordos acentos elegiacos. Finaliza el discurso, el público estalla en una ovación tenaz y Martí es sacado de la tribuna entre abrazos.

Pronuncia el discurso en el banquete que un grupo de cubanos de ideas reformistas ofrece a un destacado periodista. Su tono e intención sorprenden a los señores de la presidencia del homenaje, gente cauta y remisa a la independencia. Martí exalta la hombría pública del agasajado y sentencia: «El hombre que clama vale más que el que suplica… los derechos se toman, no se piden, se arrancan, no se mendigan…».

Una hora después, el capitán general Ramón Blanco y Erenas, Marqués de Peña Plata, sabe de lo acontecido en el banquete y del discurso de Martí. ¿Martí? ¿Quién es Martí?, pregunta. Lo sabrá pronto porque al día siguiente el Liceo de Guanabacoa celebrará una velada en honor del violinista cubano Díaz Albertini, que regresó del exterior cargado de gloria, y Martí, «el tal Martí», será uno de los oradores.  A Guanabacoa se va el gobernador.

Poco importa a Martí la presencia del capitán general. No puede Blanco soportar el discurso hasta el final. Abandona el salón. Comenta: «No quiero recordar lo que he oído y no concebí nunca que se dijera delante de mí. Voy a pensar que Martí es un loco, pero un loco peligroso».

Muchos fueron los discursos que José Martí pronunció a lo largo de sus 42 años de vida. Memorables resultan las oraciones que dedicó al poeta cubano José María Heredia y a Simón Bolívar, a las conmemoraciones patrias, al igual que su prédica incansable a fin de aunar a la emigración y prepararla para lo que él llamó «la guerra necesaria» y la república, «con todos y para el bien de todos», a la que daría paso. Arengas que evidencian la extraordinaria seducción de su palabra y la elocuencia brillante y embriagadora de la que hacía gala con su voz débil y viril al mismo tiempo.

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