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Los amores tormentosos de la Avellaneda

Se le considera la más grande escritora de la lengua española durante todo el siglo XIX. Sobresalió Gertrudis Gómez de Avellaneda en el teatro y en la poesía lírica y se distinguió en la novela. No hay en el teatro español de su tiempo nada que pueda compararse a Baltasar. De gran valor literario y humano son las cartas que escribió a sus amantes. Son misivas que, en su sinceridad, muestran las inquietudes de una sicología femenina acorralada por el lebrel de las pasiones. Cartas llenas de pasión y agonía, de devoción y grandeza, de ternura y astucia. Nada como esas cartas, asegura la crítica, hay en ese género, escrito en español.

Dice en una de ellas:

«Abrumada por el peso de una vida tan llena de todo, excepto de felicidad; resistiendo con trabajo a la necesidad de dejarla; buscando lo que desprecio, sin esperanza de hallar lo que ansío; adulada, por un lado, destrozada por otro; destrozada de continuo por las punzadas de alfiler con que se venga la envidiosa turba de mujeres envilecidas por la esclavitud social; tropezando sin caer en mi camino con las bajezas, con las miserias humanas, cansada, aburrida, incensada y mordida sin cesar… he aquí un bosquejo de esta mi existencia, que tan fausta y brillante te finges».

Personalidad señera y múltiple

Nació Tula Avellaneda en la ciudad de Puerto Príncipe, el 23 de marzo de 1814 y a los 22 años se trasladó a España, donde, con algunas interrupciones, vivió hasta su muerte, en febrero de 1873, y escribió casi toda su obra.

 ¿Escritora cubana o española entonces?  No es necesario discutir su nacionalidad literaria. Si bien España fue el escenario de sus grandes éxitos, era ya toda una escritora cuando en 1836 sale por primera vez de la Isla, como lo demuestran su canto A la poesía y su soneto Al partir.

«¡Perla del mar! ¡Estrella de Occidente!

¡Hermosa Cuba! Tu brillante cielo

La noche cubre con su opaco velo,

Como cubre el dolor mi triste frente.

[…]

¡Adiós, patria feliz, edén querido!

¡Doquier que el hado en su furor me impela!

¡Tú dulce nombre halagará mi oído!»

Pese a sus triunfos, no olvidó nunca su tierra natal. En no pocas ocasiones proclamó con orgullo su condición de cubana, y la evocación de su patria es constante en su obra.  No es casual entonces que en España adoptara el seudónimo de La Peregrina. Pero cubana o española, legó una obra de nivel excepcional. «Es mucho hombre esa mujer», dijo alguien de la Avellaneda sin ocultar su prejuicio machista. Lo cierto es que su condición de mujer le vedó la posibilidad de ocupar un sillón en la Real Academia de la Lengua para el que fue propuesta.

Revela finas dotes de narradora. Sab es la primera novela que se inspira en la esclavitud y la condena. Se anticipa en diez años a La cabaña del tío Tom, de Harriet Beecher Stone; pero la de la cubana no es una obra de tesis ni de propaganda, sino que en sus páginas pinta la autora la realidad que conoce y son los hechos mismos los que hablan y provocan en el lector las reacciones consiguientes. Son de fácil y entretenida lectura muchas de sus páginas. Es la creadora de la novela indigenista. Manejaba con soltura el arte de la narración, y sus novelas y leyendas se leen sin esfuerzo, escribe Max Henríquez Ureña. Precisa el crítico dominicano: Su producción dentro del campo de la ficción narrativa no alcanza, sin embargo, la misma elevación y brillantez de sus obras dramáticas y sus versos líricos.

Su epistolario apareció originalmente en Huelva, en 1907, con el título de La Avellaneda. Autobiografía y cartas de la ilustre poetisa; en una edición de 300 ejemplares no destinados a la venta. Hay una edición cubana, de 1969, con el título de Diario de amor. Formaba parte del catálogo de la atractiva y ya inexistente colección Testimonios, del Instituto del Libro. Edición que tuvo una tirada de 20 000 ejemplares que se agotaron en un abrir y cerrar de ojos. No puede precisar el escribidor si existen ediciones cubanas posteriores a esa.

Tristezas y desengaños

Tuvo Tula Avellaneda amores tormentosos. Tuvo también amores desgraciados. Parece una mujer condenada a no ser feliz.

Un amor adolescente le hizo vivir tristezas y desengaños. A partir de ahí su vida amorosa recoge seis nombres: Ricafort y Méndez Vigo. Ignacio de Cepeda y Gabriel García Tassara. Pedro Sabater, su primer esposo, por quien sintió una mezcla de compasión y cariño, y Domingo Verdugo, coronel de Artillería, con el cual se casó cuando tenía ya 40 años de edad, un halo de gloria y la nostalgia de una vida respetable,  del que quedaría viuda otra vez.

 En Sevilla, en 1839 conocerá a Ignacio de Cepeda, a quien van dirigidas todas las cartas contenidas en este volumen.  Lo ve como el príncipe azul de un cuento de hadas. Hay, de inicio, una amistad romántica entre ambos. Él se presenta ante ella como una víctima del esplín (el tedio, el hastío) de los románticos y ella se rinde al imperio de esa tendencia melancólica. Cuaja la amistad en una relación amorosa, pero Cepeda es hombre frío y calculador. Nada hay en su carácter que se avenga con los arrebatos pasionales de su pareja y sobreviene la ruptura, en abril de 1840. Cepeda fue en verdad el único gran amor de Tula Avellaneda.

La amistad entre ambos sin embargo no se interrumpe; se mantiene por cartas durante años y años, aun cuando ella, instalada en Madrid, gana la consideración del mundo literario. Es en esa ciudad, en 1844, cuando conoce al poeta sevillano Gabriel García Tassara, tres años más joven. Una ardorosa pasión arrebata a Tula y nace una niña que apenas vive siete meses y que Tassara no reconocerá como hija suya. Una de las cartas que la Avellaneda dirige al amante esquivo gira en torno a esa niña, Brunhilde.  La niña se muere y la madre, desesperada, pide a Tassara que vaya a verla. Le suplica y lo amenaza. Le dice que, si no acude a la cita, le arrojará el cuerpo de la niña, moribunda o muerta, en medio de sus queridas. No consta que el poeta visitara a la niña en trance de muerte, pero sí figura como su padre en la partida de defunción, lo que debe haber sido hecho con su anuencia.

Si Tassara no la ama, el diputado Pedro Sabater ama a la camagüeyana con locura. Pero está enfermo. Muere 80 días después del matrimonio, y su muerte provoca que la Avellaneda se recluya en un convento.  Será por poco tiempo. En 1847 vuelve a empatarse con Cepeda. No duran mucho juntos en esta segunda ocasión, pero de nuevo vuelven las cartas entre ambos. Es una correspondencia que se extiende hasta 1854 cuando Cepeda contrae matrimonio con María de Córdova. Cepeda, que falleció en 1906, a los 90 años de edad, conservó con cuidado las cartas de Tula. Su viuda las publicó un año más tarde, sorprendida de que un hombre tan anodino, oscuro y trivial como el que fue su marido, hubiera inspirado un amor tan desbordado.

En 1855 casa Gertrudis Gómez de Avellaneda con el coronel Domingo Verdugo. Está ella en la cúspide de la gloria literaria. El matrimonio se celebra en el Palacio Real y los reyes son los padrinos de la boda. En 1858 estrenará con gran pompa su drama Baltasar. Un mes antes del estreno de esa pieza subía a escena su drama Tres amores. Ocurrió entonces un incidente cómico y trágico a la vez. Cuando en la escena final uno de los personajes dice: «Que hay gato encerrado, señores…», alguien, desde uno de los grillés, lanzó a la escena un gato vivo y la hilaridad fue tal que, a pesar de la presencia de los reyes, hubo que dar por terminada la función. Verdugo, indignado, se expresó en forma violenta contra el autor de esa burla, un tal Antonio Ribera. Al mes siguiente, tras el estreno triunfal de Baltasar, Ribera, con alevosía, agredió a puñaladas a Verdugo; agresión que lo puso al filo de la muerte y de la que nunca se restableció del todo. Víctima de la fiebre amarilla murió en Cuba, cuando el matrimonio vino a la Isla como parte del séquito del Capitán General Francisco Serrano.

Volvió la poetisa a España. Hizo en el viaje de regreso escala en Nueva York. Visitó las cataratas del Niágara a fin de rendir tributo a su compatriota José María Heredia.

Lo evoca: «…y un eco triste en lontananza gime: ¡murió el cantor del Niágara sublime!».

Visitó Londres y París antes de llegar a España, y tras residir en Madrid por corto tiempo se instaló en Sevilla, en busca quizás de un clima más benigno. Llevó una vida recogida y humilde, entregada a las obras de caridad y a la revisión de sus libros. La mujer tan aclamada por su poesía y su quehacer teatral, que gozara de la consideración de los reyes de España, moría triste, sola y abandonada. Su entierro pasó casi inadvertido. Solo seis escritores la acompañaron hasta su última morada.

Por negativa de sus descendientes, los despojos de doña Gertrudis Gómez de Avellaneda no han podido ser traídos a Cuba pese a las largas e insistentes gestiones que en ese sentido ha hecho el Gobierno cubano.

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