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Arnaldo Tamayo Méndez: Entre el cielo y la tierra

Con el traje espacial, este cubano se vistió de héroe como protagonista, junto al cosmonauta soviético Yuri Romanenko, del vuelo conjunto que convirtió a Cuba en el primer país de América Latina y noveno a nivel mundial en realizar el gran sueño humano de salir a explorar el espacio

Autor:

María Elena Álvarez

«Soy un hombre feliz y afortunado», asegura Arnaldo Tamayo Méndez con la sinceridad pintada en ese rostro tan familiar, que a los 68 años conserva intactas la mirada entre cándida e inquieta de un niño y aquella sonrisa con que tres décadas atrás dio una y otra vez la vuelta al mundo, no en 80 días, sino cada 90 minutos.

Con el traje espacial se vistió entonces y definitivamente de héroe, como protagonista junto al cosmonauta soviético Yuri Romanenko del vuelo conjunto que convirtió a Cuba en el primer país de América Latina y noveno a nivel mundial en realizar el gran sueño humano de salir a explorar el mundo «allá afuera».

A bordo de la nave Soyuz-38 y, tras el acople con la estación orbital Saliut-6, viajó el hoy General de Brigada del 18 al 26 de septiembre de 1980, ocho días de éxtasis en la Antilla mayor, vividos con intensidad y que, cual meteorito, impactaron con fuerza arrolladora en el alma de este pueblo.

«De muchas maneras la gente expresó su euforia. Conozco a un montón de Yuri Arnaldo y Arnaldo Yuri y hasta a una Saliut. Pero nada como la apoteosis del 10 de octubre. La Habana entera parecía haberse lanzado a las calles para festejar nuestro regreso. Y todo el tiempo con Fidel a nuestro lado. Para un vuelo espacial uno entrena y entrena, pero para semejante bombardeo de emociones, ¿quién puede prepararse?».

—¿Qué es lo que primero y mejor recuerda de su viaje?

—Cuba, siempre Cuba. Ahora mismo la estoy viendo como entonces, una vez de día, dos de noche, pero igual de hermosa, distante y muy cerca a la vez, porque yo sentía que iba conmigo, que todos estaban conmigo. Es algo indescriptible, y sin importar el tiempo sigo viendo y sintiendo exactamente lo mismo.

«Durante el vuelo espacial y antes, en los casi dos años y medio de preparación, la Patria fue siempre lo primero. Tanto el otro candidato, José Armando López Falcón, como yo teníamos absolutamente claro que a esa nave quien subiría era Cuba, no él o yo, y que de ninguna manera podíamos fallarle.

«Formamos un equipo muy fuerte, en el cual no hubo fisuras ni rivalidades y sí apoyo recíproco y una gran amistad. Al final, cualquiera pudo ser el elegido. Ambos recibimos calificaciones de sobresaliente y estábamos en condiciones de cumplir la misión. Cuando apenas 48 horas antes de partir me dijeron que sería yo, me quedé “en blanco” y sin habla. Se me olvidó hasta el idioma ruso».

—Es por eso que se siente un hombre afortunado…

—Por eso y por todo. Mi primera y mayor suerte fue el triunfo de enero de 1959, incluso porque sin esa victoria, sin el socialismo y ese ejemplo de cooperación de los pueblos en el estudio del espacio extraterrestre con fines pacíficos que fue el Programa Intercosmos, no habría podido este país pequeño y pobre enviar un hombre a las alturas y participar en las investigaciones y sus beneficios para el desarrollo económico y científico-técnico.

«¿Qué habría sido de mí sin la Revolución? No puedo ni imaginarlo. Como a muchos, la Revolución me salvó. Soy cuanto soy gracias a ella, aunque también en eso tuve suerte. A punto estuve de no ser ni piloto, pues no pasé el examen médico y tuve que conformarme con el curso para técnico de Aviación. Al llegar a la Unión Soviética, como los expedientes tardaban, repitieron la prueba y volvió a salir el problema oftalmológico.

«Me dije “Qué se le va a hacer”, y empecé la escuela, pero el invierno causó estragos entre los futuros aviadores; y para suplir las bajas por enfermedad, los soviéticos, que no querían incumplir la cifra comprometida, se viraron para nuestro grupo.

«Mi afección no me invalidaba del todo. Calcularon que como piloto de caza podría permanecer activo una década. Hablamos de 1961, recién derrotada la invasión mercenaria, y para nuestras urgencias de entonces ese tiempo bastaba. Fue así que cambié de grupo y realicé mi sueño. Puede decirse que cogí el tren en el último vagón. Así que, ¿soy o no un tipo dichoso?».

—Pero, ¿ese vuelo le exigió como piloto? Porque se habló entonces y se sigue hablando de la tripulación integrada por el piloto-cosmonauta Yuri Romanenko y el cosmonauta-investigador Arnaldo Tamayo…

—Esa era la denominación empleada para los vuelos conjuntos. Así consta, pero en la vida real, Yuri fue el comandante de la Soyuz-38 y yo el ingeniero a bordo, con las responsabilidades técnicas que eso supone.

«Incluso, una de las pruebas durante la preparación me exigió actuar como si él hubiese enfermado y yo debiera traer la nave de regreso a la Tierra, sin ayuda. Aún hoy nos reímos, porque Romanenko fingió desmayarse y luego de aplicarle los primeros auxilios dije “Tengo que inyectarlo”. La idea no debió gustarle, pues abrió los ojos y cuando me vio con la jeringuilla en la mano saltó diciendo: “No me pinches, no me pinches”».

—Además de esa visión de Cuba desde tan alto, ¿qué otros recuerdos conserva de aquellos ocho días?

—Recuerdo cada detalle. Dormí poco, quería verlo todo y el escaso tiempo que me dejaban los experimentos lo empleaba en observar a nuestro planeta. ¡Cuánta maravilla! El amanecer, por ejemplo, es un instante mágico, el Sol asomando siempre en compañía de un arcoíris perfecto. Retraté cuanto pude con mi cámara Pentacon bien sujeta en una escotilla, y hasta un premio conquisté más tarde en un concurso internacional de fotografía.

—Hablemos de las investigaciones. ¿El trabajo a bordo resultó muy complejo?

—En total fueron más de 20 experimentos médico-biológicos, físico-técnicos y de teledetección de recursos naturales, algunos relativamente fáciles y hasta gratos, como Soporte, una especie de sandalias diseñadas para su uso en condiciones de ingravidez y que te devuelven la sensación de tener piernas y de ejercer presión con los pies, y otros bastante incómodos, como Cortex, porque aquel casco para realizar el primer electroencefalograma a humanos en el cosmos tenía unos receptores como pinchos.

«Pero el que terminó siendo un dolor de cabeza fue Azúcar, un estudio del crecimiento de cristales de sacarosa en una cápsula espacial hermética, en la cual había que introducir una solución con una alta concentración de sacarosa. A temperatura ambiente aquel líquido casi se cristalizó también y resultó una odisea lograr primero llenar la jeringuilla metálica y después hacer que pasara por el pequeño orificio al interior de la cámara.

«Al final todo salió bien; cada experimento fue probado con éxito y muchos de los resultados de aquellas investigaciones continúan aplicándose, como evidencia del acierto de los científicos y técnicos cubanos y soviéticos al concebirlos y desarrollarlos».

Preguntando se llega a… La plática con Tamayo me lleva en imaginario vuelo a aquel septiembre. Tres días demoró en adaptarse a la ingravidez, pero ni siquiera entonces fue alterada la rutina. Como cualquiera en la Tierra comió, se cepilló los dientes, logró afeitarse sin un rasguño y bebió té, que —y eso sí no es común en un cubano, guantanamero por más señas— prefiere al café.

En ocho días creció centímetro y medio, «proceso normal, pero doloroso, porque las vértebras, las articulaciones, los músculos, todo se distiende cuando estás en el espacio y no hay gravedad que atraiga y comprima».

—¿Despegue o aterrizaje? ¿Qué fue más difícil?

—El descenso, sin dudas, porque a la hora de emprender el viaje están los motores, su empuje, y eso te hace sentir seguro, pero a la vuelta… Al chocar con la atmósfera la nave se fragmenta y al final lo que llega es el módulo, que desciende como una bala y por la fricción se torna incandescente y parece una bola de fuego.

«Nosotros registramos temperaturas de hasta 1 100 grados centígrados en el exterior y de 50 dentro del módulo, no obstante la protección y el líquido refrigerante. Y están las vibraciones de alta frecuencia, la tensión que uno trae y ese momento en que, a unos 10 kilómetros de altura, el paracaídas ha de abrirse…».

Tamayo deja la frase en suspenso y respiro aliviada, porque por suerte se abrió y está aquí para contarnos, con muy buena salud, pocas canas, casi ninguna arruga y ni una libra de más, ocurrente y afable como siempre, con esa estrella en el pecho que me recuerda que él y Romanenko fueron hace 30 años los primeros en recibir el título de Héroe de la República de Cuba.

Condecoraciones, agasajos, responsabilidades no han logrado que la fama se le suba a la cabeza: «Como Martí y Fidel, pienso que toda la gloria del mundo cabe en un grano de maíz. Yo viajé, pero miles de cubanos y soviéticos trabajaron duro para hacer posible ese viaje. No olvido eso, como tampoco al Tamayo de los primeros 16 años, limpiabotas y aprendiz de carpintero».

Y como para no dejar dudas de su buena memoria, me cuenta que en estas vacaciones todos los arreglos de carpintería en el hogar los hizo él. Ilusión, ternura, orgullo asoman a su mirada al hablar de la familia, de sus cinco hijos (tres nacidos después del vuelo) y de sus cuatro nietos.

«Dicen que el ser humano no está completo mientras no tenga un hijo, plante un árbol y escriba un libro. Sobrecumplí las primeras y solo me falta esa última. Es algo que tengo en mente, porque están los documentos, pero hay vivencias, recuerdos que narrar».

—¿Es un deseo?

—Más bien un propósito y hasta un reto personal. Pero mi gran deseo es volar. Por el entrenamiento que recibí, estaba incluso preparado para un viaje más prolongado. Ya estoy algo «viejito», pero ese anhelo de volver, de volar, queda siempre, y no creas, a menudo sueño con el cosmos y el aire, e igual despierto hago mi vuelo mental a cada rato.

«Está, además, el ansia de preservar y salvar nuestro pequeño, contaminado y agredido planeta. Tuve el privilegio de visitar el espacio y observar la Tierra, y estoy convencido de que cuanto hagamos será siempre poco. Tenemos que luchar. Perecer o contemplar ruinas y desolación jamás será una opción.

«Fui el cosmonauta número 97; al cabo de 30 años suman poco más de 600 las personas que han viajado, incluso como turistas. Es una cifra insignificante, en comparación con los más de 6 000 millones de habitantes del planeta. ¿Mudarnos a otro? Está por ver, entre otras cosas porque todo “allá afuera” resulta fascinante, pero sumamente hostil para la vida humana. Por eso lo primero es cuidar el que tenemos y emplear los recursos aquí, ahora y para bien de la humanidad toda».

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