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Una promesa, una luz, un cine

«De aquí a la eternidad», así tituló una apasionada cienfueguera su historia de amor ligada al séptimo arte. Juventud Rebelde comparte hoy algunos de los trabajos ganadores en su más reciente concurso teclero

Autor:

Juventud Rebelde

Viendo esa película tomó mi mano por primera vez un día de octubre hace 50 años y no la soltó más hasta un día de noviembre de este año.

Fue muy lindo el comienzo. Tan jóvenes los dos, tan llenos de ilusión comenzamos una vida que nos dio la bendición de los hijos, los nietos y bisnietos.

Juntos compartimos tristezas y alegrías, los buenos y malos tiempos que han tenido los cubanos en estos 50 años, construimos una familia, una casa y sembramos árboles que hoy nos dan su fruto.

Ya no está este fin de año. No nos besaremos deseándonos cosas buenas, mi mano estará sola por primera vez cuando toquen el Himno Nacional y el cielo se encienda de luces multicolores saludando el nuevo año.

Él cumplió su promesa, cuando previsoramente me dijo al oído aquel día: De aquí a la eternidad. (Gliceria Mercedes Bosch Franco, Cienfuegos)

A la luz de la sombra

Penetrar en la sala oscura y tomar una butaca para sentarme. A la cuenta regresiva de diez segundos se abre ante mis ojos la cortina de luz que me enseñará una ciudad que baila sus sueños a la luz de la sombra: La Habana.

Lo primero que veo en la cortina es un pequeño catalejo que va mostrando La Habana de Sergio, protagonista de un cambio social luego del triunfo de la Revolución. Tomo en mi mano el catalejo y montando en una alfombra viajo a la cortina de luz para ver el amor que despierta en La Bella del Alhambra, pasear por el Prado y llegar a Neptuno para Bailar chachachá o buscar al Benny. Verla además cómplice y partícipe de una lucha por la liberación escondiendo jóvenes Clandestinos. Pero una mano me toma y me devuelve al pasado con Cecilia para ver a través del Ojo del canario lo que pasaba en La Habana colonial.

Ella, que viste sus mejores galas, también es dama educada y saluda al señor escritor con reverencia diciendo Hello Hemingway, hospedándolo en Ambos Mundos, para soñar con un Amor vertical que le lleve al Retrato de Teresa en una Habana que puede enseñarle cómo los pájaros le tiran a la escopeta.

Pasados los años puedo ver al ser humano cambiar en La Habana a la par del mundo. La tolerancia, el amor, la comprensión y, punto de giro en la sociedad de los 90, por así decir, es muestra de una Habana nueva que nos provee, sin daños a terceros, una ensalada mixta de ser humano con sabor a Fresa y Chocolate, al compás de José María Vitier diciendo que «acepto y entiendo al otro».

Así me habla La Habana a través de la cortina de luz para mostrarme su otra Suite donde me canta un Blues diferente con notas que reflejan su otra fachada, esa que duerme bajo alas desconocidas...: la del habanero a pie; la abuela que vende maní; el sueño de familia como armadura para el día a día; la del sudor, el sexo...; esa que tiene risa, llanto, necesidad pero también orgullo por encima de muchas cosas... Al final llena de gente con tradición de rumba, salsa, bolero y guaguancó fiel a su ciudad y equipo azul que hace gritar al más mudo en un Latinoamericano repleto de pasión por el béisbol.

La cortina de luz enseña mi ciudad, tu ciudad, nuestra ciudad. Las calles de La Habana con alegrías, tristezas y dolor con venta de un Boleto al paraíso donde el Chamaco se puede perder; con gallos de Mariano en la acera de la Rampa, la voz de esa alma taciturna y cansada; el parque con abuelos, el columpio con un niño y la pareja de amantes en pleno Malecón robándose los besos de un amor perfecto sin tener que ser equivocado, porque los dioses hayan roto la magia de dos.

Así a la luz de la sombra, desde una butaca, veo en cada Habana mi vida pasar. Solos tú y yo en esa sala oscura bajo «un paraíso lleno de estrellas», unidos en alma encantadora sanando las heridas que nacen cuando se va a dormir... La Habana. (Danayvi Rodríguez Telles, La Habana)

«Cinefilando»

Sí que era yo muy pequeño/ cuando el cine a mí llegó/ y mi vida la moldeó/ quitándome incluso el sueño./ hoy me siento más que dueño/ de títulos elocuen-

tes/ que han marcado mi presente/ mi pasado y mi futuro/ cinefiliando a lo duro/ presento los más latentes.

No quisiera concursar/ con Papeles secundarios/ y si los textos son varios/ pues sí, La vida es silbar. ¡Qué sorpresa he de llevar! Soy de Los sobrevivientes/ y me chirrean los dientes/ poniéndome En tres y dos/ pues en la página dos/ está la sección ardiente.

Soy de la Lista de espera, como Fresa y Chocolate. Cine y vida, jaque mate/ para aquel que desespera./ Mi niño así lo asevera/ con La edad de la peseta/ y cual si fuese un profeta/ Hasta cierto punto engaña,/ y me sumerjo en su entraña/ para sacar al poeta.

El cine no Se permuta/ cuando las fibras nos toca./ Se me hace un agua la boca/ más si descubro su ruta./ Plaff, el alma se me enluta/ si aparece un pesimista/ que al compás de El brigadista/ y camino Entre ciclones/ no ve las tantas opciones/ que el cine ofrece a la vista.

Ya yo me voy despidiendo/ así la musa lo manda/ Las profecías de Amanda/ también lo vienen pidiendo./ De emoción estoy viviendo/ Clandestinos, buena opción./ escriba con gran pasión,/ déjese de Hacerse el sueco/ porque si no se va al hueco/ Cine y vida es salvación. (Aniel Oviedo Portal, Sancti Spíritus)

Cine pobre

Cuando un día llegó el cine sorpresivamente al barrio, yo tenía esa edad en la que aún disfrutábamos jugando a las «cuquitas», pero en la que también éramos capaces de enamorarnos perdidamente de algún galán aventurero de moda, alguien así como el valiente Leonardo Moncada, o Rodolfo Villalobos, a mi entender el más apuesto de los tres audaces hermanos. Ellos eran productos de la radio; había que imaginárselos. Yo lo hacía y… ¡Qué bien me quedaba! Siempre fui muy soñadora.

El camión se detuvo ante la gran explanada del solar yermo que ocupaba toda aquella esquina y rápidamente comenzó la descarga de una considerable cifra de sillas de madera, de las llamadas «tijeras»; le siguió otra buena suma de tablones y, al final, un mazacote de lona gris que cayó al suelo estrepitosamente. Al día siguiente todos pensábamos que había llegado el circo, y no era nada extraño.

En la parte central aparecían las sillas en hileras uniformes y en derredor las gradas muy bien acopladas. Pero a la entrada, algo alejada de la única puerta, había situada una estructura de hierro encima de la cual, un ojo crítico nos observaba en silencio. Y no era precisamente el ojo de un león, ni de un tigre o un mono, ni siquiera el ojo de un trapecista. Era simplemente, el ojo de vidrio de... un lente.

Al fondo, muy en la parte posterior de la «sala», una amplia y estirada sábana blanca colocada en un marco de madera pendía de unas sogas a modo de pantalla. Y, encima de todas aquellas curiosidades, como techo y abrigo, con un palo mayor en el centro que la hacía lucir más esbelta por su altura, se mecía, serena, una enorme carpa gris. No obstante, a pesar de su endeble perfil arquitectónico, ¡aquello era un cine!

Los filmes en oferta eran casi siempre de habla hispana, preferiblemente mexicanos o argentinos. Es posible que fuesen los menos costosos.

Allí, bajo aquella enorme carpa gris, con tantos agujeros en lo alto que te permitían a veces observar las estrellas cuando aún no se había inventado el Planetario, yo viví los romances más hermosos de mi adolescencia. Alguna vez en los brazos de Arturo de Córdova, el seductor protagonista de Feliz año amor mío (1955), atrapada en el embrujo de sus blancas sienes, o arrullada tal vez por las trágicas notas de un «tango arrabalero», en la voz inconfundible de Hugo del Carril, recostada en su pecho. Aquello era ¡mágico! Magia a veces rota, cuando se rompía el celuloide por fallas técnicas del equipo proyector. De inmediato la gente comenzaba a gritar y chiflar y las luces se encendían. Entonces, Arturo y Hugo desaparecían ante aquel inesperado amanecer; y yo quedaba entre aquella multitud enardecida, esperando ansiosa que volviera la noche para reencarnar de nuevo en Marga López o Libertad Lamarque y así poder reanudar la trama de tan idílicos momentos. No cabe dudas, que esta era la mejor muestra de cine pobre de aquella época. (Julia Hernández Santallana, La Habana)

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