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El Martí nunca visto de Enrique Molina

Sometido a siete operaciones, siete meses estuvo en un hospital el destacado actor para interpretar a quien no podía ser, de ninguna manera, un hombre apacible o un pensador ensimismado, sino una explosión

Autor:

José Luis Estrada Betancourt

Todavía cuando lo recuerdo me duele. Ha sido la única vez en mi vida en que pensé dejar de ser actor. Cuando supe que ya no interpretaría al gran José Martí, tuve la sensación de que dejaba escapar una parte muy importante de mi alma...

Fue un hermoso proyecto que se convirtió en el sueño más ambicioso y querido para mí desde que me involucró la directora Lilian Llerena. La idea surgió a partir de Relatos sobre Lenin, una obra para la televisión en la que pude interpretar al líder indiscutible de la Revolución de Octubre. Así cerraba un ciclo que había comenzado con El carrillón del Kremlin, cinco años antes.

Por ese motivo, la dirección de la TVC le planteó a Llerena, quien me había dirigido en ese papel de Lenin, la necesidad de que se llevara adelante un proyecto sobre Martí, similar a aquellos valiosos cinco cuentos que se habían rodado, y que recreaban diferentes momentos de la existencia del eminente ruso. Lilian, ferviente admiradora de la vida y obra del Apóstol, enseguida aceptó. Únicamente pidió un poco de tiempo para darse a la tarea, nada fácil, de hallar al actor que asumiría el enorme desafío.

Pasaron meses hasta que conocí que había sido el elegido. Mientras tanto, el equipo de guionistas se encargaba de concebir la historia que se contaría. Eliseo Altunaga lo encabezaba.

Me parece estar viendo a Lilian en mi casa pidiéndole nuestro álbum de boda a mi esposa. De repente se detuvo en una foto y me preguntó: «¿Tú serías capaz de ponerte en el peso que tenías cuando se casaron? ¿Te someterías a una operación de la nariz?». Quienes aún conservan fresca la imagen de cuando hice el Matías de En silencio ha tenido que ser recordarán que mi nariz actual no tiene nada que ver con la que traje «de fábrica». Nací con una bien cuadrada.

No me lo pensé dos veces. ¿Podía aspirar un actor en Cuba a algo mayor: darle mi cuerpo y mi alma a Martí? Estaba convencido de que después de ese momento, me podía morir en paz, tranquilo como actor.

Visitamos a un cirujano esteta, ya fallecido, William Gil, y lo contagiamos con nuestro entusiasmo. Si él me operaba y yo bajaba esas libras de más que tenía, el resto estaría en manos de las maquillistas, quienes se responsabilizarían con completar la caracterización.

Pero William Gil estaba más «loco» que nosotros. «Tráeme fotos tuyas»—me pidió. «De perfil, de frente... Fotos de Lenin de perfil y de frente; de Martí de perfil y de frente... Es para sentarme a estudiar y decidir cómo te opero, de modo que en el futuro puedas volver a interpretar a Lenin y a otros personajes».

Como al mes, William Gil me mandó a buscar. Era para informarme que había decidido lo que iba a realizar. Me ingresó en el Clínico Quirúrgico y me dijo: «Lo primero que toca es bajar casi 40 libras». Después de una dieta rigurosa, logré perder 42 en el transcurso de un mes. El sacrificio fue tremendo. Al punto de que un día me tuvieron que recoger en el piso. Era demasiado lo que estaba haciendo.

Pero conseguir el peso ideal solo era el principio. «Bueno, yo calculo siete operaciones», me anunció el médico. «Sucede que la nariz no te la puedo reconstruir de una vez, sino en dos partes. Debo separarte las orejas, porque Martí era un poco orejón; rodarte el nacimiento del pelo un centrímetro y medio hacia atrás; operarte los ojos, para que se vean abiertos, porque tú eres achinado. Luego someterte a otra cirugía para eliminarte esa piel que te cuelga por las libras perdidas...». ¡Siete cirugías! ¡Una por mes! Sin embargo, no había nada que pudiera interponerse ante mi empeño de interpretar al Maestro.

Durante esos siete meses, Lilian Llerena se mantuvo día por día al lado de mi cama con la obra de Martí en sus manos. Porque ella necesitaba que yo dominara al dedillo cada uno de los detalles de la fabulosa vida de ese hombre irrepetible, de su riquísimo mundo interior. Y yo acostado, sin poder salir del hospital, escuchando con absoluta atención.

Al cabo del tiempo, cuando William Gil aseguró que por él ya todo estaba hecho, nos volcamos a trabajar en la casa de Lilian. Llegaba allí a las nueve de la mañana y entraba por mi puerta a las nueve de la noche. Trabajando y ensayando como un par de poseídos los dos. Éramos muy conscientes de a qué nos íbamos a exponer. Sabemos que cada cubano tiene su propio Martí en la cabeza. Por tanto, debíamos entregar un Martí que complaciera la imaginación de todo un pueblo.

A la vez no nos quedaban dudas de que nuestro Martí no debía ser como aquel que vemos en las promociones de la televisión: el soñador, el pensador ensimismado, escribiendo bajo una palma... No, el organizador de la Guerra Necesaria, el extraordinario escritor, el enorme intelectual, no era así. Flaquito sí, pero muy dinámico. Lo afirmaban las personas que     convivieron con él 15 años en Nueva York, quienes relataban que jamás lo vieron subir o bajar una escalera de peldaño en peldaño, sino que se saltaba dos o tres, que lograba una velocidad tremenda en su andar... No, de ninguna manera podía ser un hombre lento ni demasiado apacible. Martí tenía que ser como una explosión.

Ya nos encontrábamos en la etapa de las reuniones para determinar el casting en el que seleccionaríamos a los demás actores y actrices que intervendrían en un proyecto que empezó a crecer de modo asombroso. Tanto así que en lugar de cinco cuentos, serían 15 largometrajes que se filmarían en 16 milímetros para la televisión, de forma que quedaran para la posteridad; algo que, por supuesto, costaba mucho dinero.

Empezando porque había que reconstruir muchos de los sitios de La Habana vinculados con la adolescencia y la juventud del Apóstol; una etapa que interpretaría Rolando Brito (Algo más que soñar, Hermanos, Páginas del diario de Mauricio, José Martí: el ojo del canario). Yo asumiría el personaje a partir de que pusiera sus pies en Estados Unidos hasta su regreso a Cuba, y su prematura y dolorosa muerte.

Jamás olvidaré aquella terrible tarde en que mientras Lilian, la asesora, Eliseo Altunaga, otros dos o tres escritores y yo preparábamos el casting, se apareció alguien a pedirnos a Lilian y a mí que nos comunicáramos con urgencia con la presidencia del ICRT.

Nos dirigimos hasta allí creyendo que se trataba de problemas con el vestuario o las telas. Llegamos y nos mandaron a sentar. Había una butaca para Lilian y otra para mí. Y entonces me dijeron esas palabras que todavía hoy, a pesar de los muchos años transcurridos, puedo repetir de memoria: «Molina, si estuviera en mis manos, por el sacrificio que has hecho para interpretar a Martí, yo convocaba a todos los cubanos en la Plaza de la Revolución y les hacía saber lo que has hecho. Pero debo decirte que se suspendió el proyecto. Nos acaban de reunir para informarnos que en breve comenzará el período especial y que no habrá dinero ni para hacer medio capítulo», me anunció el entonces Presidente del ICRT.

Nadie puede imaginar lo que pasó por mi cabeza y mi corazón en ese instante. Salí de allí sin decir media palabra... Bajé los nueve pisos del ICRT como atolondrado, porque ni el elevador cogí. Comencé a caminar, pero no me sentía ni los pies. Por aquel tiempo vivíamos al lado del hotel Riviera, así que enfilé buscando la calle Línea. Sí notaba que la gente me miraba como si hubiera en mí algo raro. Cuando por fin llegué a casa, mi mujer se percató de que el mundo se me había caído encima... Entré llorando.

Sin darme cuenta, había vencido todo el trayecto sin poder evitar que las lágrimas salieran solas. El trauma fue violento. Son de esas vivencias que a uno le duele mucho recordar. Algunos se refieren al período especial como aquella etapa angustiosa de tantas vicisitudes, mas en lo personal significó la pérdida de mi más grande sueño: poder interpretar a Martí, tal y como lo había pensado, tal y como lo habíamos trabajado.

Y el dolor y la vergüenza no acaban. Me duele que han pasado los años y continuamos sin ofrecerle a este pueblo, desde la pantalla, la imagen verdadera de José Martí. Por supuesto que le agradezco infinitamente al maestro Fernando Pérez, que con su maravillosa película José Martí: el ojo del canario nos entregara a un niño y a un adolescente verosímil, vivo. Pero nos sigue faltando el adulto. Lo tenemos hasta en el billete de un peso, pero es una imagen fría, lejana, como la del busto o el pedestal.

Duele. Dolió. Me sentí medio perdido, como que ya en esta profesión nada más tendría verdadero sentido. Entonces le anuncié a mi esposa: «Voy a pedir la jubilación; me retiraré. No puedo seguir como actor. Lo que acabo de vivir ha lacerado en mi alma». Me encerré en la casa sin querer salir a ninguna parte. Pero es difícil renunciar a lo que en verdad se ama. Lo supe cuando se me apareció el director Eduardo Macías (Pasión y prejuicio), que ya no estaba viviendo en Cuba. «Vámonos. Te llevo para Camagüey a hacer las aventuras de los hermanos Iznaga». Me entusiasmó, y luego, en la tierra agramontina, me reconquistó.

El actor Enrique Molina.

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