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De la prisión a los brazos del pueblo

Hace 61 años salieron de la cárcel de Isla de Pinos los asaltantes a los cuarteles Moncada y Carlos Manuel de Céspedes, con la convicción del triunfo y cargados de alegría patriótica

Autor:

Adelaida Bécquer Céspedes

Aquella pequeña y hermosa isla al sur de Cuba parecía destinada a sepultar los ideales de los revolucionarios cubanos de todos los tiempos. En 1844 decenas de acusados de participar en la conspiración de La Escalera fueron desterrados allí; en 1871 José Martí sería enviado también a la Isla de Pinos, donde la familia de José María Sardá lo acogería como a un hijo en su casa colonial en la finca El Abra.

Sobre el Presidio Político en Cuba Martí escribiría horrorizado: «Dolor infinito debía ser el único nombre de estas páginas. Dolor infinito porque el dolor del presidio es el más rudo, el más devastador de los dolores, el que mata la inteligencia y seca el alma, y deja en ella huellas que no se borrará jamás».

Durante la tiranía machadista, al secretario de Gobernación Rogerio Zayas Bazán se le ocurrió la brillante idea de construir un presidio «modelo» «en esta Isla por su excelente posición geográfica», cerca de Cuba, pero no lo suficiente para que los presos se evadieran fácilmente. Se construyó a semejanza de la prisión Jullet, en Illinois, EE.UU., con capacidad para albergar a 6 000 presos al refundirse 24 cárceles que había en las seis provincias que integraban entonces la República de Cuba. Pablo de la Torriente Brau, quien fuera uno de los primeros 24 presos políticos de la Generación del 30 encarcelado en este lugar, narró los horrores que los reclusos sufrían allí.

En octubre de 1953 Fidel Castro también sería confinado en este presidio, pero lejos de sentirse derrotado por este destino, con su peculiar optimismo convertiría la prisión en un sitio para meditar, reflexionar y forjar planes, a la vez que preparaba a los compañeros que le seguirían en la consecución de sus sueños de conquistar la justicia social para todos; por ello escribió:

«¡Qué escuela tan formidable es esta prisión. Desde aquí terminó de forjar mi visión del mundo y completó el sentido de mi vida. No sé si será larga o si será breve, si será fructífera o si será baldía. Pero sí siento reafirmarse más mi convicción de sacrificio y de lucha».

Momentos excepcionales

En el Presidio Modelo de Isla de Pinos se viven momentos excepcionales, polarizando la atención emocionada del pueblo. En cualquier instante a partir de las 12 de la noche del viernes 13 de mayo de 1955, puede producirse la excarcelación de los presos políticos, solo pendiente del escrupuloso papeleo judicial. Por vía aérea y marítima van arribando a Nueva Gerona nutridos grupos de familiares, abogados y amigos de los prisioneros.

El jueves 12 están totalmente colmados los escasos hoteles de Nueva Gerona. Muchas familias abren generosamente sus hogares para hospedar a las mujeres y a los niños. Poco antes de las 11 de la noche, por la angosta carretera que conduce hasta el penal se halla en camino una anhelosa caravana.

Lidia Castro, Julia Núñez de Alcalde y muchas esposas, madres, hijos, hermanas y amigos se pegan a la cerca divisoria con los ojos fijos en la escalinata de la jefatura. El jefe del Presidio, comandante Juan M. Capote, nada puede decirles, pues no ha recibido la orden de libertad, los exhorta a retirarse a dormir con la seguridad de que ni en ese ni al siguiente día saldrán los presos políticos.

Esta noticia sacude a los que esperan y les invade el desasosiego. Zenaida Oropesa, una de las más activas en la campaña pro amnistía de los presos políticos, interpreta el sentimiento general. ¡Pues dormiremos aquí los días que sean necesarios!, afirma enfáticamente.

El sábado 14 arriban nuevos viajeros. Las autoridades mantienen su hermetismo y entre los que esperan corre la versión de que los sancionados han sido trasladados en aviones del Ejército a la fortaleza de la Cabaña, en previsión de que se produzcan incidentes y manifestaciones públicas.

Un reportero se comunica con Agustín Delaville, secretario del Tribunal de Urgencia de La Habana, para conocer el estado en que se encuentra la tramitación de la amnistía. Este le responde: «Ya te dije que hasta el lunes por la mañana no cursaré los telegramas para que pongan en libertad a los presos. Es posible que los del Moncada salgan mañana domingo, pues tengo noticias de que en Santiago no han existido dificultades ni advertencias de recursos».

Aquello que en sus inicios parecía un festival de alegrías y esperanza deriva hacia una situación de angustia. Mujeres, hombres y niños permanecen estoicamente frente a las rejas del reclusorio, observan ansiosamente el edificio de la Administración. Cuando los agota la vigilia, se acuestan sobre los muros que bordean las dos garitas destinadas a la requisa.

Ni el sol quemante del mediodía ni los aguaceros que se desplomaron sobre la Isla de Pinos, donde hacía ocho meses que no llovía, ni la fría humedad de la madrugada los hacen abandonar la espera. Después de más de 72 horas de vigilancia, el comandante Capote informa que a las 11:30 de la mañana serán liberados los asaltantes del Moncada. Ya había recibido las órdenes de libertad.

La emoción, por la vía natural del llanto, quiebra los pechos de los que ansiosamente esperan.

Se informa que la salida será por grupos. Asoma el primero integrado por Eduardo Rodríguez Alemán, José Suárez Blanco, Jesús Montané Oropesa, Ernesto Tizol, Oscar Alcalde, Fidel Labrador, Gustavo Arcos Bergnes, Abelardo Arias, Pedro Miret y Ciro Redondo. Por un momento quedan de pie en el soportal aspirando, ya libres, el aire que los despeina, les agita las corbatas y les pliega el pantalón. Buscan ansiosamente los rostros amados, las manos que agitan pañuelos, tratan de identificar las voces que gritan sus nombres. Los que aguardan anhelantes se atienen disciplinadamente a las instrucciones dadas por los custodios del presidio y nadie intenta adelantarse más allá del cerco de los guardias.

De pronto, un niño de cerca de seis años quiebra por su propia iniciativa la rigurosa consigna militar. Se suelta de la mano de su madre y se lanza a correr con los brazos abiertos. Los centinelas pasan por alto la infracción. «¡Papi, papi, qué bueno!». Es el hijo de Jesús Montané Oropesa. Es la primera escena de la sucesión de otras similares. Cuando le toca el turno a Fidel Castro, a quien sigue a unos pocos pasos detrás su hermano Raúl, sus hermanas se abrazan a ellos llorando de alegría. Un poco más lejos, junto a su compañera del Moncada, Melba Hernández, está Haydée Santamaría. Durante los días anteriores de vigilia había permanecido serena exhibiendo una singular firmeza. Poco a poco se acerca a Fidel. Cuando Fidel la ve, solo dice «¡Haydée!» y la estrecha contra su corazón. Sin pronunciar una sola palabra reclina la cabeza en Fidel y rompe a llorar, como si al fin tanto dolor acumulado hubiera encontrado una válvula de escape. Todos conocen su tragedia. Ni su hermano Abel ni su novio Boris Luis figuran entre los libertados; habían sido vilmente torturados y asesinados el 26 de julio en el cuartel Moncada. Otra nota dolorosa la aporta la esposa de Ernesto Tizol, Emma Martínez Ararás; la amnistía le devuelve a su esposo, pero no a su hermano Mario, que dirigió el ataque al cuartel de Bayamo y también fue asesinado.

Al llegar a Nueva Gerona la población entera está en las calles y acompaña a Fidel Castro y sus compañeros. Poco después de las ocho de la noche el vapor pinero enfila por el río Las Casas, rumbo a Batabanó. Nadie en el buque intenta ni puede dormir aquella noche; por la madrugada arriban a esta población e inmediatamente toman el tren que los conduciría a la capital.

Por diversos canales se conoce que los combatientes del Moncada llegarán a las 07:45 de la mañana del lunes 16 a la La Habana. Desde muy temprano comienzan a afluir a la terminal de ferrocarril ciudadanos ansiosos de darles la bienvenida. Se encuentran allí los miembros del Consejo Director de la Ortodoxia encabezados por Raúl Chibás, el pleno de la FEU. Pero la nota más sobresaliente es la concentración espontánea del pueblo. Una enorme y alegre muchedumbre invade los andenes, salones de espera y cuanto espacio circunda la Estación Central. La entrada de la madre de Abel Santamaría provoca en la multitud una reacción de respetuoso silencio. Se acallan las conversaciones y todos la siguen con la vista cuando pasa al andén. Venía a recibir a los compañeros de su hijo y a disminuir su íntima congoja con la alegría de otras madres más afortunadas.

A las 07:45, por una de las vías de la sección izquierda, entra el tren de Batabanó. Todavía está en marcha cuando es prácticamente asaltado por el pueblo. A Fidel lo pasean en hombros; un grupo de madres que perdieron sus hijos en el Moncada despliegan una bandera cubana y rompen a cantar el Himno Nacional; la multitud las acompañaba vibrando de emoción. No se produjo el más leve incidente. Fidel está sudoroso, a la guayabera le faltan algunos botones, tiene manchas de creyón de labios, los zapatos desatados… Una hermana le seca el sudor de la frente con un pañuelo, Enma le alcanza un vaso de agua. Una anciana se le acerca y exclama ¡Fidel, yo no sé dónde enterraron a mi hijo! Quiero encontrar aunque sean sus huesos. ¡Ayúdame Fidel, y lo abraza apretadamente. «¡Los buscaremos viejita —la consoló—, los buscaremos juntos», respondió el joven líder.

*Vicepresidenta de la Unión de Historiadores de Cuba en el Ministerio de las Fuerzas Armadas Revolucionarias

Fuentes:

Martí, José. El Presidio Político en Cuba. Madrid, 1871. Imprenta de Ramón Ramírez.

De la Torriente Brau, Pablo. Presidio Modelo. Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau, La Habana, 2000.

Mencia, Mario: Tiempos precursores. Ed. Ciencias Sociales. La Habana, 1986.

Mencia, Mario. La Prisión fecunda. Editora política, 1980.

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