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Fidel, un cazador de huracanes

Ante los caminos rotos, los árboles mutilados y los escombros queriendo gobernar los pueblos luego del ciclón Flora, en 1963, la esperanza se vistió de verde olivo y caminó del brazo del Comandante en Jefe

Autor:

Yunet López Ricardo

«¡Llegó Fidel, ahora sí estamos salvados!». Eran los gritos alegres y entre llantos de quienes, con las manos alzadas desde techos o caballetes de casas ahogadas, veían sobrevolar un helicóptero por Cauto del Paso, Granma.

Pasaban los primeros días de octubre de 1963 y Flora, un huracán de categoría cuatro, desde el 4 se había ensañado con el extremo este de Cuba.

Esa noche, en el antiguo Palacio Presidencial, luego de recibir a la soviética Valentina Tereskova, primera mujer cosmonauta del mundo, Fidel cambió el traje de gala por su uniforme de campaña verde olivo y, como los padres inquietos cuando están sus hijos en peligro, salió hacia Las Villas decidido a llegar a Oriente.

Así lo relata el libro Fidel al frente del rescate, del teniente coronel y periodista Elvin J. Fontaine, que refleja los avatares de aquellos días mediante episodios que hoy JR trae hasta sus páginas, cuando se cumplieron 53 años de aquella dolorosa vivencia que se hermana hoy con los efectos de Matthew.

No fue fácil la travesía del líder hasta el extremo este de Cuba, y en no pocos momentos el Jefe se molestó con la corriente desbordada que impedía su tránsito por las carreteras.

El comandante Juan Almeida recordaría al escribir sobre ello: «Fidel ha seguido el paso del huracán con cuantos medios encontraba por el camino, pues las grandes inundaciones lo obligaban a ir cambiando. Primero en auto, después en yipi, en camión, más tarde en anfibio, y por último a nado, ayudando a algunos compañeros que con él se hallaron en situaciones críticas, casi a punto de ahogarse, luchando en el agua con alambres del tendido eléctrico, unas cámaras y un bote».

Fidel se preocupa por la situación de los damnificados del ciclón Flora.

La orilla del río La Rioja, de camino a Holguín, se crispaba y retorcía como una culebra líquida. Alguien sugirió buscar un guía, pero Fidel tenía prisa por seguir. Con su determinación a prueba de balas embarcó en el anfibio, pero chocó contra un árbol.

«Hay muchas versiones sobre su salvamento, pero en realidad nadie lo salvó. Él salió solo y después llegamos hasta él con un camión y sogas», cuenta Wilfredo Batista, entonces secretario del Partido Unido de la Revolución Socialista de Cuba (Pursc) en el municipio de Calixto García, Holguín.

A Fidel nada lo detiene, ni los caminos anegados, ni los troncos caídos o la obstinada presencia del Flora, que estuvo cuatro días castigando a la región oriental, provocó la mayor inundación en la historia de nuestro país y logró que hoy, luego de más de 50 años, se le recuerde como uno de los huracanes más devastadores que han pasado por Cuba.

Muchos dicen que el miedo le cogió miedo a Fidel por lo arriesgado que fue, pues en no pocas ocasiones expuso su vida para salvar a quienes habían quedado aislados por las intensas lluvias.

Cuentan que en una ocasión, en la lucha insistente por llegar a los sitios más tristes, varios de los que lo acompañaban quedaron sobre un árbol en medio de las aguas. Cuando Fidel quiso subir al bote para rescatarlos, alguien preocupado por su seguridad le dijo que no podía hacer eso, que era un peligro, una irresponsabilidad. Pero él se molestó: «Para no hacer esto hay que cogerme preso, y para cogerme preso hay que matarme». Entonces se montó y los sacó.

El Comandante en Jefe organizó y dirigió muchas de las acciones de rescate y envíos de medicamentos, ropas y alimentos a los damnificados mediante helicópteros, camiones, barcos o anfibios. Allí estuvo, y en medio de las ráfagas insistía en seguir para ayudar al pueblo herido por el agua y el viento.

No se cansa

Fue la planta de un radioaficionado la que propició otro de los sustos en medio de la tempestuosa visita del Flora. Repetía la posibilidad de que Fidel hubiese sufrido un accidente en Bayamo, mientras estaba en medio del desastre que había dejado el huracán.

Ante las noticias cada vez peores de la situación en Oriente, dos escuadrones de helicópteros, junto a otros medios, salieron a buscar al líder.

—¿Tú no has oído algo de por dónde está Fidel?, preguntaba Almeida a un joven de Cauto Cristo.

—Sí, sí, sí, dicen que cerca de aquí, por ahí, por ahí recto.

Y así lo encontraron, vivo, con un casco puesto, preocupado por todas las desgracias que había visto, y sin muestras de agotamiento, aun cuando otros estaban ya extenuados. Fidel no se cansa, comentaban.

Bien lo sabe Bienvenido Pérez Salazar, capitán jefe de su escolta hasta 1970, cuando asegura: «El Comandante no paraba ni de día ni de noche; iba directamente a las casas a llevarles comida y aliento a las personas».

Siempre llevaba sus botas para arriba del ciclón. En medio de la catástrofe, adonde él llegaba, la gente se reunía para escucharlo. Las mujeres venían con sus niños cargados para que lo vieran. Y la gente apretaba sus manos, intentaban tocarlo. Él los oía a todos, como escuchan los iniciados a los sabios, con mucho detenimiento.

«Mire, Comandante, perdí a tres hijos, perdí a mi madre... lo perdí todo», decía un campesino. «Nos hemos quedado sin nada, aquí estamos hasta sin zapatos», le dijo otro. Y no había terminado aún la frase cuando Fidel se quitó sus botas y se las dio. Entonces se viró para quienes lo acompañaban y ordenó: ¡Entreguen las botas de ustedes!

A la casa del guajiro Manuel Verdecia, del barrio Los Cayos, en Granma, llegó de sorpresa. «Preguntó cómo habíamos pasado el huracán y qué habíamos perdido. Preguntaba mucho; en lo que uno respondía una pregunta él hacía tres».

Y así visitaba las moradas que habían quedado en pie, como velas gastadas luego de años a oscuras, dejando ver sus heridas después de la recia batalla.

«¿Qué, cómo la pasaron?». Fueron sus primeras palabras cuando entró a la casa de unos campesinos en Verdecia. Manuel tenía diez años y lo recuerda todo: «Los mayores buscaron una mesita de sala y una silla y él se sentó en el portal; todo el mundo hablaba y él preguntaba mucho. Esa noche allí habló del Servicio Militar, de la Reforma Agraria, de las tierras, del regadío. Prometió un puesto médico que enseguida se construyó».

Su padre Jesús estaba con el pantalón recortado, sin zapatos y sin camisa. Fidel se interesó por lo que habían perdido y cuántos eran. «25», contestó el guajiro, y «nos dieron tanta comida que yo no podía con el nailon. Enseguida empezó un médico a atendernos», aseguró.

El paisaje era desolador. Había cadáveres de personas en los caminos, sobre cercas de alambre, cuerpos de mujeres, hombres y niños ahogados, y la tristeza como una sombra en los ojos hinchados de quienes perdieron hasta el camino a la casa, pero lograron conservar la vida.

Muchos lloraron cuando lo veían aparecer, pues aunque tenían solo la ropa que llevaban puesta, ver de cerca a Fidel era la esperanza de que no estaban solos y otra vez llegarían los techos y se levantarían las paredes.

Siempre fue un cazador de las aguas huracanadas, y luego, cuando volvía la calma y dejaba ver las carreteras rotas, los árboles mutilados y los escombros como queriendo gobernar en los pueblos, Fidel comenzaba la dura lucha de la recuperación.

Era un muchacho de 37 años cuando Flora envolvió en un lazo de lágrimas a Oriente, a solo un lustro de haber nacido la Revolución. Fue como un bautismo de agua tempestuosa para el guerrillero de la Sierra. Y después de esa guerra de lluvia y viento en 1963, otras vinieron. El hijo de Birán siguió persiguiendo huracanes. Por él, su pueblo se desbordó más que los ríos.

Luego de la tempestad, un campesino le sirve café.

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