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La ola gigante

Júcaro, un poblado de pescadores ubicado al sur de Ciego de Ávila, deja atrás los daños de Irma; pero con los trabajos de la recuperación, también crece una nueva leyenda: la nacida cuando los vientos del huracán lanzaron un muro de olas contra el pueblo en medio de la noche más oscura

Autor:

Luis Raúl Vázquez Muñoz

JÚCARO, Ciego de Ávila.— «Nunca lo voy a olvidar. Ni aunque me muera de viejo en una cama. Aquello no dio ningún aviso, compadre: nadita, póngalo ahí. Dijo: “Aquí estoy y ya”. ¿Que a qué hora fue eso? Como a las tres de la madrugada del sábado 9, por ahí más o menos. Yo participaba en la Defensa Civil y en ese horario me puse a resguardo, a esperar a que vinieran a buscarme en la oficina de Flora y Fauna, que está por acá, en el barrio de Palmarito. Llovía duro y la ventolera andaba tremenda. De pronto sentí un rugido en medio de la tempestad. Parecía una locomotora encabronada o el camión, que venía a buscarnos. Pensé: “¡Coño, la cosa está mala! ¡Viene encendido!”. Y cuando salí, me quedé sin aire. Parecía algo de película y era verdad, se lo juro. Aquello era lo único que se veía en medio de la noche: un muro de agua, grande y de color blanco, que venía directo pa’rriba de Júcaro».

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Júcaro no cree en lágrimas. El pueblo cierra las heridas del huracán y la gente empieza a reírse; pero todavía se nota un andar asustado, como de alguien que todavía no cree por qué la mayoría de las casas están en pie. Algunos hablan de una ola gigante. Otros, sin embargo, afirman que el mar se retiró y a lo lejos se abrió como si fuera una cañada inmensa por donde vino la creciente. Existen tantas historias como sobresaltos; pero todos coinciden en algo: «La cosa dura fue en Palmarito. Por allá sí acabó».

Palmarito es un barrio pegado a la playa por el lado este del pueblo. Caminar por su única calle es adentrarse en las secuelas del huracán. Los jóvenes soldados de los batallones de Prevención y Tropas Especiales recogen los desechos de sargazos, troncos y ramas que abarrotaron las calles y casas. Una mujer tiene su televisor desarmado y cogiendo sol en el portal de la casa para eliminar la humedad. Explica que es su última esperanza, porque es imposible verlo. «Vamos a ver si se arregla», dice con un gesto de resignación.

Otros quieren doblarles el pulso a las dificultades y no entendieron de destrozos. El pescador Humberto González Hernández y su esposa Uberlinda Matos Ortega encontraron su casa en el suelo al regresar de la evacuación. Apretaron los dientes y ya levantaron un cuarto como facilidad temporal. Uberlinda pega un manotazo en una pared de tablas y exclama: «Esa fresca de Irma no me va a quitar lo que es mío».

Cerca de la playa se oye el sonido de los martillos y de un taladro. Allí, un grupo de hombres levanta de nuevo la casa de Fernando Páez Marín «Manino». Quienes trabajan son sus nietos Nelson y Yusbel Rodríguez Páez, y Andrés Hernández Hernández, esposo de la hija menor de Manino.

«Aquí, en Palmarito, nadie sabe lo que pasó —explican—. La gente estaba evacuada y al llegar muchos encontraron la casa en el piso y lo de adentro perdido. Dicen que fue una cosa grande, que vino de allá para acá». Hacen un gesto con el brazo, como si limpiaran una mesa. «Pero espérese un momentico, le vamos a llamar a uno que sí se quedó». Y pegan unos gritos: «Oye, Miguel, sal que tienes visita».

«Todo en Palmarito se llenó de agua», asegura Miguel Pérez Fiala. Al fondo, la familia reconstruye la casa de Manino. Foto: Luis Raúl Vázquez Muñoz

Miguel Pérez Fiala, pescador de toda una vida, sale sin camisa de su casa. Cuenta rápido de los temporales que pasó en Júcaro y cómo perdió un barco en alta mar en medio de un ciclón. Por eso decidió quedarse. «Para cuidar unos lechoncitos que tenía —dice—. Total, esa cosa se los llevó. Menos mal que la puerca quedó viva; pero la verdad es que ni yo sé lo que pasó. En medio de la noche, sentí los gritos de la delegada: “Miguel, corre, sal, apúrate...”. Y cuando me siento en la cama, el agua estaba por el colchón. Le voy a decir una cosa: con el próximo ciclón, yo no me quedo más en Júcaro».

Andrés Hernández hace una pausa con el taladro. «Oiga —señala—, si usted quiere saber lo que pasó averigüe por Miguelón, un negro así de alto y fuerte. Él y la delegada zapatearon todo Palmarito cuando la cosa esa se metió por aquí. Ellos sí saben. Pregunte por Miguelón».

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Miguelón se pone una mano en la cintura: «Oiga, no fue fácil». Se quita la gorra, se rasca la cabeza y cuenta: «¿Que cómo empezó la cosa? Bueno, mire, yo estaba en la casa. Afuera sentí un vocerío y grité: “Oigan, ¿qué pasa?”. Abrí la puerta y la ola entró en la sala por derecho. Tuve que aguantarme para no irme con la creciente. El agua enseguida empezó a llegar al equipo, que tenía sobre una mesita para comunicarme con la Defensa Civil. Me lo eché bajo el brazo y empecé a caminar con trabajo. El mar me daba por la cintura y seguía creciendo. En la cocina había cosas flotando. Puse el equipo donde mejor pude y salí por el patio.

«Casi no veía nada, todo era una sombra y traté de buscar la calle cuando otro golpe de ola me tiró contra una cerca.   ¿Qué cosa es esto?”, pensé. A esa hora casi no distinguía nada, todo era una sombra y al levantarme, vi al jefe de la policía. “Miguelón —gritó—, abandonen Júcaro, que el mar se está llevando el pueblo”».

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En todo el consejo popular de Júcaro se registraron 102 derrumbes totales. De ellos, 93 ocurrieron en Palmarito. Actualmente funcionan tres centros, que acogen a más de 80 evacuados; mientras otros se atienden en casas de familias. También funcionan varios centros de elaboración de alimentos para las personas más necesitadas.

Los habitantes se han favorecido con la rebaja del precio en los alimentos, establecida junto con otras medidas para apoyar las zonas más afectadas. Han llegado, además, 1 690 tejas de fibrocemento, 6 000 bloques y se entregaron 87 techos y 29 fogones Piker con carácter gratuito, entre otros artículos.

Roberto Peláez enseña el nuevo colchón para su prima. El otro se lo llevó el mar. Foto: Luis Raúl Vázquez Muñoz

Sin embargo, lo que más agradece Isabel Legón Siso es el colchón. Ella se encontraba en la casa de su hijo Roberto Peláez Legón. Con la cercanía de Irma todos se evacuaron con los demás habitantes; pero al regresar, Roberto encontró el refrigerador flotando en la sala.

«Mijo, no tengo cómo agradecer —expresa Isabel—. Yo no tenía manera de comprar otro y el que se perdió es el de ella». Mientras su hijo lo enseña, Isabel señala a una muchacha gruesa, de pelo negro, sentada en un sillón. «Es mi sobrina. Su nombre es Yamila Torres Legón y tiene retraso mental. Quedó huérfana y la recogí. Por eso no supe qué hacer al verme sin el colchón. Esto del mar fue muy rápido y no dio tiempo a nada. Eso dijeron en el centro de evacuación; pero una cosa es oír y otra verla. ¿Y a usted qué le han contado?».

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«¿Qué si fue rápido? Oiga esto: el teléfono de Flora y Fauna estaba a cinco metros y no dio tiempo a alcanzarlo. La ola se lo llevó completo, y hasta me dejó con el brazo estirado. Fíjese cómo vino aquello, cuenta Ernesto Hernández Tocorón. Conmigo estaba otro movilizado, Nanín Mesa Blanco. Dijimos: “Hay que perderse” y saltamos los trozos de una cerca de cardones. Al lado estaba la Agropecuaria Militar, la construcción es más fuerte y se encuentra en un lugar más alto; pero la corriente nos hacía andar a tropezones. Nos metimos en la cocina y empezamos a subir las cosas encima de la mesa y del fregadero. El agua daba por debajo del pecho cuando de un brinco nos trepamos en la meseta. Prendimos unos carbones para no morirnos de frío y me puse a escuchar el sonido del mar metido en la cocina. Pensé en mi casa y en mis cositas, yo estaba seguro de que lo había perdido todo y dije: “Nanín, vamos a ver si salimos de esta”».

El mar no entendió de paredes de bloques, casas grandes ni de años para tener un techo. Foto: Luis Raúl Vázquez Muñoz

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El corazón de Júcaro, la industria pesquera, ya funciona. Poco a poco, a medida que aumente la disponibilidad de hielo, sus barcos se irán al mar. Es muy probable que muchas de esas embarcaciones, que hoy se ven amarradas al muelle, se encuentren en las zonas de pesca al momento de leer estas líneas. Ya dos lo habían hecho y otras tres se preparaban para zarpar.

Pero a la vista del visitante algo llama la atención. En el edificio de entrada al establecimiento se lee: «La locomotora de Epivila (Empresa Pesquera Industrial de Ciego de Ávila)». Al preguntarle sobre el letrero, Vladimir Pons Santiesteban se echa a reír. El director de la unidad empresarial de base (UEB), perteneciente a la Epivila, explica que esas palabras mueven la polémica alguna que otra vez; pero ese es el sentimiento de los trabajadores y por eso se refrendó a la entrada.

«Ninguna de nuestras 19 embarcaciones sufrió daños por el ciclón —expresa—. Eso nos pone en condiciones de completar las 416 toneladas de captura de pescado para este año y preparar la temporada del camarón».

El director menciona el camarón, la sierra y el serrucho como los principales rubros de la UEB, sobre todo para la venta en el mercado exterior. Sin embargo, aclara, también la urgencia hoy está en comenzar el procesamiento de los productos para la población, como la masa de croqueta y el picadillo de pescado, algo que se necesita y mucho por las afectaciones que Irma provocó a la infraestructura en la producción de alimentos.

Vladimir dice: «La demora en este caso es que los barcos acopien suficiente pescado y se pueda traer la captura al puerto. Estamos hablando de tres o cuatro días por embarcación. Es decir, no habrá que esperar mucho para que la industria empiece a procesar».

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Una multitud de mujeres se aglomera en la puerta para comprar el módulo que ha llegado para cada familia: una mochila, un bolso de viaje, un par de botas, otro de zapatos, una muda de ropa de trabajo y un pantalón de mezclilla. Quien las ve de lejos, entre las risas y los cuentos de la vida, piensa que una nueva leyenda acaba de entrar a la existencia de este pueblo. Júcaro tiene una historia en cada habitante. Como la del ciclón del 33, dice Luis Agüero, pescador de 71 años, y que él escuchó de boca de sus padres. Ellos le dijeron que el mar se metió completo y en el pueblo se debió andar en chalán, y nadie supo nunca la cantidad de ahogados porque nadie los contó ni tampoco nadie se preocupó por sacar a la gente.

De los destrozos se levanta la nueva casa. Foto: Luis Raúl Vázquez Muñoz

Miguelón, en cambio, asegura que con Irma no hizo falta bote, pues había un camión inmenso. Con él recogieron a los pocos que quedaban de la Defensa Civil y bajo el aguacero y la inundación fueron a refugiarse a la Estación Meteorológica, a la entrada del pueblo. Allí empezaron el conteo y al hacer el pase de lista todos enmudecieron. Alguien dijo: «Faltan Nanín y Ernesto Hernández Tocorón, el custodio de los barquitos particulares». Otro preguntó: «¿Dónde estaban ellos?». «En Palmarito, por lo de Flora y Fauna», respondieron. Miguelón recuerda que el viento se hizo más fuerte y que solo se escuchó un silbido largo y duro, cuando se escuchó la pregunta: «¿Y ellos estarán vivos?».  

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«¿Vivos? Lo que estábamos era entumidos, compadre. Nos dolía hasta la rabadilla. Imagínese, uno no sabía ni cómo ponerse en aquella meseta. No pasamos hambre, ni frío, ni sed porque pusimos el agua y la comida cerca, y no dejamos que los carbones se apagaran. Vaya, esas son ideas de pescadores cuando hay mal tiempo, para que me entienda. Pero el problema no estaba ahí. ¿Sabe por dónde iba el rollo? Por allá afuera, por la hendija de una ventana clausurada. Por ahí se veía una sombra inmensa, y pensamos que algo de ese tamaño debía ser un barco que la ola metió en la playa. Sacamos cuenta. Si la crecida venía de nuevo, ese bicho se iba a meter contra nosotros. Vaya, que nos iba a hacer fufú. La única esperanza era que el agua bajara y no lo hacía. Por eso a cada rato le pegábamos el oído al viento y cuando se ponía duro, decíamos: “El barco se va”. Nos asomábamos por la hendija para verlo venir y lo único que se notaba eran los movimientos de la sombra. Ni se sabe el tiempo que estuvimos así. A raticos el aire se ponía más tranquilo, y sobre la meseta escuchábamos el murmullo del agua cuando hay crecida y corre pegada a los manglares. Entonces queríamos salir y no podíamos. Queríamos estar tranquilos y no podíamos. Queríamos estirar las piernas y tampoco podíamos hacerlo. Queríamos que acabara de salir el sol y no lo hacía. En medio de la ventolera, a lo lejos sentimos un rugido parecido al de la madrugada y pensamos: “Se armó de nuevo”. Nos quedamos tranquilitos. A medida que el ruido se acercaba, yo estuve atento, esperando el trastazo de la puerta al reventarse, hasta que se oyó un frenazo. Alguien gritó: “Nanín, Ernesto, ¿están ahí?”. Frente a las oficinas estaba Miguelón. Se supone que debíamos salir a millón y perdernos, pero lo primero que hicimos fue mirar para el barco. Nanín apuntó con el dedo: “¿Tú viste eso, Ernesto?”. A esa hora apareció la verdad. La sombra no era un barco, sino una mata. Sí, como lo oye, no se ría: una mata grandísima que crece pegada a la playa y que nosotros olvidamos por el ajetreo. Miguelón preguntó: “¿Ustedes están bien?”. Yo sentí un cansancio enorme, unos deseos muy grandes de irme de ahí, y lo único que dije fue: “Estamos vivos, compadre”».

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