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Clásicos, entre el purismo y la irreverencia

La edición número 30 del Festival Iberoamericano de Cádiz, celebrado recientemente en la hermosa ciudad marítima de la España andaluza, permitió apreciar versiones de varios clásicos de la literatura dramática universal

Autor:

Frank Padrón

Adaptar esos grandes títulos de la literatura dramática universal, al pie de la letra o haciendo cambios e innovaciones: he ahí la cuestión, o al menos una de las más acuciantes en el panorama teatral de hoy.

Varios títulos apreciados en escenarios internacionales han dado fe de ambas líneas, que gozan de análogas resonancias tanto por parte de adaptadores y directores como del público y la crítica.

Todo parece radicar, por tanto, en la pericia y el talento que guía los resultados, aunque siempre hay que contar con las preferencias de espectadores más aferrados al apego extremo a las fuentes o tendientes a las lecturas posmodernas e iconoclastas, o al menos tolerantes con ellas.

La edición número 30 del Festival Iberoamericano de Cádiz, celebrado recientemente en la hermosa ciudad marítima de la España andaluza, permitió apreciar versiones de clásicos en ambas tesituras, aunque sentimos una tendencia bastante acusada a la segunda de ellas, esto es: las revisiones paródicas, o simplemente (inter)cambiantes respecto al tono original.

Así llegó El burgués gentilhombre, de Moliére, según la perspectiva de Liuba Cid y su Mefisto Teatro, compañía de actores cubanos radicada en España; las grandes preocupaciones del comediante francés en el siglo XVII —la ridiculez de aparentar por encima de las posibilidades reales, el patetismo de ricachones incultos tratando de adquirir refinamiento, los aprovechados y escaladores…— se mantienen en una puesta que privilegia sin embargo la picardía criolla, que colma de referentes muy de la Isla (y muy de hoy) los viejos preceptos molierescos.

Troques de géneros y roles, enredos y estocadas moralizantes del autor nada pierden, todo lo contrario, se enriquecen con esta fiesta cubanísima y no por ello, menos clásica.

Sin embargo, no siempre esa perspectiva encontró los mejores resultados. El enfrentamiento de la Compañía Gabriel Chamé (Argentina) al Otelo, de Shakespeare, presentó, cuanto menos, fisuras imperdonables.

La compañía argentina Gabriel Chamé llevó a escena Otelo. Foto: Cortesía del Festival

Cierto que llevar la desgarradora tragedia de celos (y prejuicios raciales, como siempre recordaba Mirta Aguirre) al otro extremo del humorismo es una tarea titánica de la que muchos actores salen airosos, como ocurre con los cambios y juegos de escena, la concepción lúdicra del vestuario y la agilidad en el tratamiento espacial.

Sin embargo, en más de una ocasión improvisaciones y «morcillas», gags reiterados y extremos de todo tipo amenazaban con derribar la arquitectura dramática, que también se tambalea cuando la actriz que encarnaba a Desdémona, por ejemplo, asumía otros roles sin cambiar prácticamente de registro, o cuando los contrastes entre el único soporte «serio» (el moro protagónico) y el resto de personajes y situaciones no conseguían mantener el esperado equilibrio.

Totalmente airosos salieron en el empeño los portugueses integrantes de Companhia Do Chapito, con su creación colectiva en torno a uno de los más célebres mitos griegos: Edipo, como se sabe focalizado tanto por los trágicos como por mucho teatro posterior.

Edipo, por Companhia Do Chapito. Foto: Cortesía del Festival

Ellos consiguen que el trayecto adquiera tanto audaces ribetes físicos como lexicales y semánticos; los complicados parentescos del incesto y los cruces de personajes, con sus decenas de posibilidades, arrojan algunos de los momentos más deliciosos de la obra, que sí logra atrapar un raro balance entre tonos (el original trágico y su relectura paródica).

Y todo ello con un minimalismo asombroso, sin otra escenografía que las peripecias y travesuras de los tres excelentes histriones que sacan partido tanto al espacio como a las posibilidades lingüísticas y conceptuales.

Fuera del festival, que siempre supone una vitrina amplia, es posible encontrar también ambas líneas de representación.

En Madrid conviven muy de cerca tanto el purismo en las versiones (todo lo montado por un grupo como la Compañía Nacional de Teatro Clásico, que ahora mismo repone El alcalde de Zalamea, de Calderón de la Barca, en el recientemente reabierto Teatro de la Comedia, por solo situar un ejemplo) como esas re-lecturas irreverentes, de las cuales una muestra concreta es la que otro grupo, Teatro Español, presenta en estos momentos mediante El burlador de Sevilla, atribuida como se conoce a Tirso de Molina, con dirección de Darío Facal.

Aquí las aventuras del célebre Don Juan son recreadas a partir del lenguaje en castellano antiguo y rimado según las convenciones del Siglo de Oro, lo cual establece un ostensible contraste con la concepción lúdicra, de explícito erotismo en muchas escenas y sobre todo, en efectos audiovisuales que pretenden conectar la centuria donde transcurre la acción con la época actual.

Si en más de un momento el «experimento» funciona (la música en vivo sobre la base de raíces flamencas modernizadas, ciertos giros escénicos propios de discursos contemporáneos…) en otros se siente absolutamente gratuito y superfluo, digamos, el comentario de las inserciones fílmicas, cercanas a la estética clip, si es que no hablamos de la proyección eufónica a veces impostada de muchos actores.

La presencia de dos astros televisivos (Alex García y Marta Nieto) garantiza en buena medida los llenos absolutos, a pesar de lo cual quizá aquellas y otras irregularidades permitan entender la tibieza de los aplausos, la reticencia de cierta crítica y hasta, según supimos, la división tajante durante el estreno entre abucheadores y entusiastas.

La mítica Francia no escapa a estas escisiones entre lo ortodoxo y las corrientes renovadoras; estas últimas, por ejemplo, asoman hasta en un templo del purismo como la parisina Comedie-Française, donde durante toda la semana y a precios nada asequibles se presenta sobre todo un repertorio clásico de las tradiciones gala e internacional, que permite encontrar desde Le misánthrope (Moliére) a Pére (Strindberg) pasando por La casa de Bernarda Alba de Lorca.

No lejos de allí, en el prestigioso Odeón-Théatre de L’Europe hace temporada Ivánov, temprano drama del ruso Antón Chéjov con puesta en escena de Luc Bondy.

Representado por vez primera en 1887, quien aún no había concebido ni remotamente sus grandes piezas para el teatro (léase Tío Vania, La gaviota o Las tres hermanas) ya mostraba aquí esa magistral disección del tedio, el sinsentido y el vacío existencial que sufría un vasto sector de la aristocracia rural en su país, dentro de un calidoscopio de magistrales caracteres enfrentados y en constante ebullición de las pasiones.

La lectura de Bondy, también coautor de esta versión, se mantiene casi totalmente fiel a la puesta original, porque cierto cambio (decisivo) en el desenlace no resta un ápice a la evolución de acciones y personajes según las concibió el autor, lo cual convierte la representación en un largo, pero exquisito trayecto de… ¡tres horas y 20 minutos!, con intermedio incluido.

Todo en la puesta (cambiante escenografía, expresivo vestuario, y sobre todo, soberanas actuaciones) responde a la excelencia de una compañía que exhibe orgullosa su fidelidad absoluta tanto al espíritu como a la letra.

Y así, entre el purismo y la irreverencia transcurre con penas y glorias mucho del teatro que ahora mismo se puede apreciar en varias ciudades europeas.

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