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El día que Cardiff se mudó al Caribe

Para expresar en números la audiencia antillana que siguió cada minuto de la final de la Liga de Campeones el pasado 3 de junio, habría que sumarla a los casi 75 mil que rieron y lloraron en el Millenium Stadium, y luego elevarla a la potencia que se nos ocurra

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Juventud Rebelde

La tarde del sábado se antojaba diferente. Un silencio extraño, lleno de intriga, se percibía aun sin quererlo. La escena habanera parecía sacada de un thriller: nubes grises, tensión, y finalmente lluvia.

A priori, muchos pensarían que el ambiente simula la tragedia. Otros tantos, personajes (casi protagónicos) de la historia que acontece a miles de kilómetros, están a esa misma hora frente a la televisión, atestiguando la «magia» que ocurre allá, en Gales.

Para expresar en números la audiencia antillana que siguió cada minuto de la final de la Liga de Campeones el pasado 3 de junio, habría que sumarla a los casi 75 mil que rieron y lloraron en el Millenium Stadium, y luego elevarla a la potencia que se nos ocurra.

Y es que, se mire por donde se mire, el fútbol en la Isla más grande del Caribe se ha metido tan de lleno en la vida de las personas, que cuesta a veces entender que Messi, Cristiano Ronaldo o Lewandowski no son parientes ni amigos de ninguno de nosotros.

Escuchar las voces de los aficionados es a veces preferible a oír la narración directa del partido en cuestión, y asombra cada vez más el rosario de conocimientos demostrados por algunos acerca de goles, fichajes, salarios, y hasta las novias de los futbolistas.

Presenciar cualquier partido, ya sea de la liga española, italiana, alemana o búlgara, se ha convertido en un espectáculo que anteriormente era exclusivo de ciudades como Madrid, Roma, Buenos Aires o Sao Paulo.

Como un amor de esos, profundo y visceral, los cubanos de hoy respiran y comen fútbol, proceso que muchos entienden como la (no tan) extraña metamorfosis de una afición que diez años atrás padecía un sinfín de desórdenes cardíacos cada vez que se jugaban los play-off beisboleros.

Pululan los irracionales que se empeñan en señalar este fenómeno como el culpable del temporal descenso cualitativo del deporte nacional. Otros, con mayor dosis de lucidez, prefieren la idea de una «coexistencia pacífica» entre deportes.

Lo cierto es que no parece haber retorno desde la realidad que se vive actualmente. Los muchachos seguirán admirando a los mejores balompedistas del planeta e intentarán vestir sus camisetas a expensas de otras carencias. No obstante, también habrá muchos que sueñen con «romper» redes en algún estadio lleno hasta la bandera, mientras llevan en el pecho las cuatro letras más bellas del mundo.

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