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La violencia colombiana también tiene una cara institucional

La saña con la que la policía ha reprimido protestas en Bogotá llegaron al clímax cuando dos patrulleros descargaron taser sobre un hombre yacente y suplicante al que luego golpearon hasta asesinarlo

Autor:

Marina Menéndez Quintero

La vulnerabilidad de la estabilidad colombiana está en evidencia, lo que confirma la certeza de que el cese del conflicto militar no garantizaría por sí solo la paz social, y menos si los Acuerdos firmados con las antiguas FARC-EP en 2016 en La Habana, se tuercen e incumplen.

La saña con la que la policía ha reprimido protestas en Bogotá encendidas por el modo abusivo en que dos patrulleros descargaron taser sobre un hombre yacente y suplicante —el mundo conectado a la red Twitter lo vio, consternado—, y al que luego golpearon hasta asesinarlo, muestra una estirpe represiva en la fuerza del orden que tiene su asiento en la impunidad con que la violencia, en general, se ha desarrollado durante décadas.

Pero hay ingredientes nuevos. La ausencia del presidente Iván Duque en el acto de desagravio convocado por la alcaldía de la capital encendió aún más el disgusto, abrió otra brecha entre él y la ciudadanía, y se antoja un respaldo a los desmanes del cuerpo del orden que echa por tierra el lamento del mandatario por los hechos, y añade combustible a una sociedad que viene lacerada por muchos males, igualmente violentos.

Desde su reclusión domiciliaria a la espera de saber si será finalmente juzgado, Álvaro Uribe, el mentor del Jefe de Estado, envía mensajes donde deja ver una habitual «mano dura» que, de algún modo, vuelve a quedar en segundo plano esa autoridad presidencial que debía llegar en la voz de Duque.

Las manifestaciones y la represión a mansalva que ha dejado 13 muertos y unos 400 heridos, se desataron con velocidad inesperada luego del video que mostró la alevosía con que se maltrató y abusó del abogado Javier Ordoñez hasta matarlo. De allí se observa a trasluz, de un lado, el «rebosamiento de la copa» de esa parte de la ciudadanía que protesta y, del otro, una policía entrenada y presta para saltar, sin juzgar, como tigre sobre su presa.

El ambiente venía caldeado en materia de seguridad sin que se presumiera, sin embargo, que el nuevo remezón estaría en las avenidas bogotanas.

Una decena de masacres en distintas zonas rurales de otros departamentos conformaban, hasta el día ocho del asesinato de Ordoñez, una saga de asesinatos colectivos evidentemente cometidos por fuerzas paramilitares de nuevo cuño que, a todas luces, busca advertir de algo sembrando el terror, pues actúa sobre jóvenes inocentes. Se desató coincidentemente con la formulación de cargos y el encierro domiciliario de Uribe, de quien saldrán a la luz sus fuertes vínculos con el paramilitarismo si el proceso judicial se abre, aunque solo esté acusado de fraude procesal y manipulación de testigos.

En el trasfondo está la impunidad que protege a los asesinos de cientos de líderes sociales y populares muertos de forma selectiva, a lo largo del último año, solo por enarbolar los reclamos de los campesinos o defender su derecho a la vida; los mismos asesinos que han privado de la vida a decenas de guerrilleros que entregaron las armas, confiados en que sería posible su reinserción a la vida civil.

La sociedad colombiana también viene del «entrenamiento» que constituyeron las protestas de noviembre y diciembre pasado contra una reforma económica que apretará más los cinturones de los trabajadores y que incluyeron, no obstante, un abanico de demandas tan amplio como los sectores movilizados y que proclamó —por primera vez de ese modo— la necesidad de que se instrumenten los Acuerdos de Paz.

Tales realidades constituyen el coctel Molotov de una inestabilidad que tiene por explosivo principal la desigualdad en el campo, propiciada por el latifundismo. Y esa exclusión es, a su vez, leña al fuego del narcotráfico en que se enrolan los campesinos pagados por el negocio, que siguen sin recibir ayuda estatal para sustituir sus cultivos y sobrevivir sin depender de la hoja de coca.

La falta de ejercicio de la justicia en torno a los grupos paramilitares, formados al amparo del Estado, también, para la contrainsurgencia, y que supuestamente se desmovilizaron durante el segundo mandato de Uribe, es otro punto que apenas se toca en el discurso oficial y alienta las masacres que ahora la policía, de un modo distinto pero igualmente brutal, ha ejercido en la mismísima capital, como antes lo hicieron aquellos en el campo. La violencia colombiana está mostrando su cara institucional.

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