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Antídoto contra el miedo

Autor:

Juventud Rebelde

En tiempos de la guerra fría decir «¡Vienen los rusos!», equivalía para los norteamericanos a un «¡Ahí viene el coco!». Hoy la cortina de hierro es chatarra, pero los fantasmas siguen asustando a millones por ahí.

Recientemente la histeria se desató en Londres cuando los servicios secretos británicos dijeron haber descubierto un complot para derribar aviones en la ruta entre el Reino Unido y Estados Unidos.

La policía inglesa dijo entonces tener a 15 sospechosos de origen musulmán, nacionalizados británicos, que pertenecían a «círculos islámicos radicalizados», pero hasta ahora no han sido mostrados siquiera sus rostros e identidades a los medios de comunicación, que con su avalancha de supuesta información objetiva han atizado el pánico.

Y es que el miedo siempre ha sido un resorte muy útil en la propaganda y se institucionalizó como herramienta de propaganda política de Estado cuando la administración del presidente Wilson quiso involucrarse en la I Guerra Mundial. Para aquel entonces fue creada la Comisión Creel, que se encargó de buscar el apoyo de los norteamericanos por medio de noticias como la del descuartizamiento de niños belgas por tropas alemanas. Tanto fue el éxito que pronto se convirtió en el eje central de una campaña que dominó a buena parte del siglo pasado hasta la caída del Muro de Berlín: el miedo rojo.

Fue Walter Lippmann, un periodista norteamericano de esa época, quien teorizó sobre cómo en una democracia se puede fabricar el consenso a partir de técnicas de propaganda con el objetivo de crear en el público la aceptación de algo que en un inicio rechazaba. Él fue también el artífice de la idea del «rebaño desconcertado», el cual debe ser orientado por una minoría encargada de pensar y proyectar los «intereses comunes».

Con herramientas teóricas como esas se sentaron las bases de lo que devendría con el tiempo y un empujoncito de las élites de poder el emporio de las relaciones públicas, una industria que hoy mueve millones de dólares y controla algo tan estratégico como la opinión pública.

No es menester tener escrúpulos: las recetas incluyen ingredientes como mentir, desinformar, falsear la historia, demonizar, siempre aderezado por el más cínico de los pragmatismos. La clave de todo el asunto está en tener al «rebaño» ajeno a su propia realidad con algo que lo distraiga y lo intimide bajo una agresiva campaña mediática, preferiblemente.

Ahora no son los alemanes ni los rusos pero sí los musulmanes. Y si son Al Qaeda y Osama Bin Laden mucho mejor, pues nunca antes un enemigo fue tan empleado, al punto que sus acciones llegan a tener un sentido de sospechosa oportunidad.

En mayo pasado, el Instituto Zogby Internacional divulgó los resultados de una encuesta que revela que el 42 por ciento de los norteamericanos manifiestan dudas acerca de la versión oficial sobre los hechos del 11 de septiembre; asimismo, consideran que la comisión investigadora realizó una operación de encubrimiento. Hay, además, un 44 por ciento que considera que Bush empleó los atentados para lanzar la guerra contra Iraq.

A casi cinco años del derribo de las Torres Gemelas, la guerra global contra el terrorismo desatada por Presidente de Estados Unidos no ha podido acabarlo y sí ha beneficiado a la Casa Blanca y a quienes están detrás detentando el poder real en esa nación.

Muchos analistas coinciden en que los atentados en Nueva York y Washington (11 de septiembre de 2001), Madrid (11 de marzo de 2004) y Londres (7 de julio de 2005) solo han beneficiado a los intereses de la élite política neoconservadora de EE.UU.: con el primero, lograron el consenso para invadir a Afganistán y luego a Iraq; el segundo, gracias al impacto que tuvo en la sociedad norteamericana, también contribuyó a la reelección de Bush; y el tercero fue otra contribución importante para ensanchar el horizonte represivo de la llamada Ley Patriótica, puntal de la Doctrina de Seguridad Nacional.

De entonces a acá, el mundo vive bajo una atmósfera de paranoia entre guerras supuestamente preventivas y el descubrimiento de planes y complots terroristas no pocas veces faltos de sustentación y evidencias, como ahora sucede con el frustrado intento terrorista de volar aviones comerciales.

Bush pronto salió a buscar la parte de su cosecha en el espectáculo, cuando dijo cantisflescamente: «Es un error pensar que no existe una amenaza para EE.UU. Ahora somos un país más seguro que antes del 11 de septiembre; pero no estamos completamente seguros…». Claro, las elecciones congresionales estadounidenses están cerca.

El genocidio israelí en el Líbano y los malos caminos que las tropas yanquis siguen tomando en Iraq y Afganistán necesitan en estas circunstancias un velo encubridor de su fatídico rostro.

Pero, como dice el cuento, tantas veces el guapo del pueblo salió a meter miedo que con su miedo se quedó. Solo basta, para empezar, no pecar de ingenuos ante lo que dicen insistentemente los medios.

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