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El profeta Silvio y la pobre Italia

Autor:

Luis Luque Álvarez

El presidente Napolitano, flanqueado por el saliente primer ministro Romano Prodi (a la derecha) firma el decreto de disolución del Parlamento. Foto: Reuters «Prodi no durará mucho, porque no tiene los números para resistir», vaticinó Silvio Berlusconi el 3 de mayo de 2006, en la última reunión que sostuvo con su gabinete antes de entregar el poder al nuevo primer ministro italiano, Romano Prodi, líder de una colorida coalición de más de una decena de partidos.

¿Algún halo espiritual tocó acaso al multimillonario Cavaliere, para hacerle profetizar con tanta certeza que el gobierno de centro-izquierda de su rival duraría menos que un merengue a la puerta de un colegio?

No, no. Él lo sabía sin muchos problemas, por aquello de: «El que hace la ley...». Porque de eso se trató, en efecto: de una ley electoral que don Silvio se tejió a su medida, pocos meses antes de las elecciones de 2006, y que facilitaba la entrada de partidos más pequeños al Parlamento bicameral. Como la coalición de Prodi (La Unión) estaba compuesta por más formaciones de este tipo, era de prever que la inconformidad coyuntural de cualquier partido en esa variada amalgama diera al traste con el gobierno.

Y así mismito ocurrió: un sujeto, Clemente Mastella, líder de la Unión de Demócratas Europeos (UDEUR) y ministro de Justicia, investigado por fraude, abandonó el gabinete y se llevó a sus legisladores en la Cámara y el Senado. Entonces, ¡cataplum!, se desmoronó la alianza oficialista, y así, por el caprichito y la ambición de este signore, casi 50 millones de italianos están llamados a votar otra vez, presumiblemente en abril, sin quitarse apenas el polvo del camino de cuando acudieron a las urnas en 2006.

Quizá lo más lamentable de todo es que volverán a ir bajo la ley electoral fraguada por el derechista Cavaliere, pues la reforma que de ella pretendía hacer Prodi para garantizarle un poco más de estabilidad política al país, quedó en la estacada, y el líder del Senado, Franco Marini, tampoco pudo formar el gobierno de transición que le encomendó el presidente de la República, Giorgio Napolitano, precisamente para ganar tiempo y hacer las modificaciones electorales necesarias.

El molde berlusconiano es, en este sentido, un verdadero dolor de cabeza, pues permite a los partidos integrantes de una coalición que hayan ganado el dos por ciento del voto, obtener escaños en la Cámara, y el tres por ciento basta para alcanzarlos en el Senado.

Como es evidente, se trata de una fórmula que no propicia la durabilidad de los gobiernos, presos del interés de formaciones minoritarias. En los 63 años transcurridos desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, Italia ha cambiado de primer ministro en 38 ocasiones —como promedio, uno cada año y medio, frente a solo siete cancilleres federales en Alemania en igual período—. ¡Y lo que menos hace falta en Roma son ejecutivos de plastilina!

Por ello, la reforma electoral —que quedó tan en las nubes como los planes de la lechera a la que se le quebró el cántaro encima— se hubiera encargado de subir el listón que habría que saltar para ganar asientos parlamentarios. Mirando en su entorno, se puede establecer una comparación. Para acceder al Bundestag —la Cámara Baja del Parlamento alemán— un partido necesita obtener al menos el cinco por ciento de las votaciones. En España, solo ocupan escaños en el Congreso de los Diputados los que hayan cosechado un tres por ciento, y en Noruega se necesita un siete por ciento del sufragio para ingresar al Legislativo.

Pero no hay que fijarse mucho en los vecinos, dirá Berlusconi, quien confía en la amplia ventaja que le otorgan las encuestas si se celebraran los comicios ahora mismo. Justamente por eso ni le pasó bajo su restaurado cuero cabelludo la posibilidad de darle un chance a un gabinete transitorio que modificara las reglas del juego: «Es una lástima que se considere la votación como una tragedia o un salto en el vacío, cuando es el momento cumbre de una democracia», dijo. ¿Se lo creerá de veras?

En un artículo reciente, Massimo Giannini, subdirector del diario La Repubblica, lamentaba tanto egoísmo: «Pobre Italia. Se merecía algo mejor». Solo queda esperar que el electorado pueda traducir esa decepción en una lección en las urnas contra los que juegan con los destinos del país como con un monigote. Incluido el adinerado «profeta»...

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