Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Habanera

Autor:

Graziella Pogolotti

Corría el año 1939. Ante la neutralidad cómplice de Francia y Gran Bretaña, se derrumbaba la república española. Era el preludio de la gran guerra, la del holocausto, Auschwitz, Stalingrado y el ominoso acto final: Hiroshima y Nagasaki. Junto a su compañera de entonces, la francesa Eva Fréjaville, Alejo Carpentier emprendía el regreso a su Isla. Al cruzar la frontera de Holanda, portadores de un pasaporte sospechoso, fueron conminados a abandonar el tren y dirigirse a un puesto de control. El oficial observaba con cuidado los documentos. Al cabo, empezó a descorrerse el misterio. El visado era cubano, aunque la pareja se dirigía a La Habana. Un maletero preclaro afirmó creer que La Habana era una ciudad de Cuba.

Durante mucho tiempo, el nombre de nuestra capital, asociado a la melodía de las habaneras y al Habano, el tabaco que constituía marca de refinamiento y de poder económico, pareció flotar en algún sitio ignoto del universo. Solo a partir del triunfo de la Revolución, el mundo aprendió a discernir el perfil de la Isla, ahí en la boca del Golfo de México.

Feliz por el reencuentro con su ciudad, después de años de ausencia y de mucho viajar, Carpentier, caminante insaciable, la definió como una urbe siempre inconclusa. Articulada sobre las calzadas que la comunicaron otrora a las zonas rurales colindantes, la capital se desparrama en todas direcciones, salpicada de obras sin terminar o paralizadas durante años. Los problemas se acumulan, como las penas de la canción trovadoresca. Siempre sedienta, con calles llenas de baches, alcantarillado insuficiente y fosas sobrecargadas, los encargados de encontrar soluciones sienten sobre sí un peso abrumador.

De paso, los habaneros adquirimos mala fama.

La Habana tiene sus misterios. Hay que descifrarlos. Tiene su raíz en razones históricas y geográficas que la hicieron, desde remotos tiempos coloniales, dependiente de una economía de servicios. El control monopólico del comercio se ejercía d

 

esde la capital, al punto de que los palacios suntuosos tenían área para el almacenamiento de mercancías. Como lo describe Ramón Mesa en Mi tío el empleado, se acumuló una burocracia parasitaria y corrupta. La población fue creciendo desde entonces de manera desmesurada. Durante la República Neocolonial, la situación no varió. Todo lo contrario. La deformación estructural de la economía agravó la tragedia rural. Para los más desamparados, La Habana era el imán que podía ofrecer muchas oportunidades. En el imaginario popular ha quedado el recuerdo de los campesinos que, recién llegados, se hacían tomar la foto clásica frente al Capitolio. El clientelismo político (la clásica botella) proporcionaba, entre una y otra elección, un salario fijo. Los tentáculos de la urbe se seguían expandiendo. El peso demográfico de la capital respecto al resto del país se ha acrecentado de manera imparable, impulsado por cada crisis económica.

En su desarrollo, las ciudades generan un centro y una periferia. Salvo Centro Habana, el municipio más densamente poblado del país, el eje más favorecido recorre los  barrios costeros por el rango de sus comercios y la intensidad de su vida cultural. Se asientan en esa zona las ofertas laborales más ventajosas al amparo del cuentapropismo. Sin apelar a cifras comparativas, es obvio que muchos municipios capitalinos sobrepasan en población y en complejidad de problemas a muchas provincias de la Isla. Por ese motivo, en cada territorio las soluciones tienen que analizarse de manera diferenciada.

El diseño de la economía está modificando las funciones tradicionales de la capital. Durante siglos, el puerto determinó el papel de la ciudad e influyó en su composición social. La bahía ha comenzado a limpiarse y, en ese contexto emergerá la singularidad de su entorno, el de Regla y Guanabacoa. Por su ambiente atractivo, por sus valores culturales y patrimoniales, así como por constituir  un libro abierto, contentivo de la historia de cuatro siglos de arquitectura, el turismo crece a un ritmo acelerado. Los cambios requieren un desarrollo tecnológico, además de inversiones en restauración e infraestructura. Se traducirán en significativas modificaciones en el carácter de la composición laboral, cada vez más calificada.

Observados a nivel macro, los problemas adquieren una dimensión aplastante. Vista por René Portocarrero, La Habana es un apretado conjunto de mosaicos, rugoso y colorido. La realidad y la vida están en sus municipios. Cuadros con iniciativa y creatividad pueden adentrarse en esos espacios que la componen, conocer su perfil, su historia, la composición social de quienes la habitan. Encontrarán problemas que no alcanzan a solucionarse de inmediato. Descubrirán también numerosas potencialidades por desarrollar. Cincuenta años de distribución democrática de la vivienda han facilitado la vecindad de obreros y científicos de alta calificación, de artistas y profesionales de las más disímiles especialidades. En el terreno de la ciencia y la cultura hay un extenso saber acumulado que yace en universidades y centros de investigación con patrocinio académico, tanto como de las organizaciones de masas y políticas.

El cruce de esa información proyectará un esbozo del panorama. Utilizada de esta manera, ciencia y cultura ofrecen respuestas económicamente productivas. Los portadores de esos saberes, urbanistas, informantes populares, sociólogos, antropólogos, demógrafos, pueden convertirse en participantes activos en los cambios necesarios.

Voces de poetas, cantores, narradores han exaltado la imagen de La Habana.

Alejo Carpentier le dedicó páginas apasionadas a su arquitectura y a su gente. Es un tesoro que nos toca preservar con la mente y el corazón.

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