Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Espérame en el suelo

Autor:

Juan Morales Agüero

Allá por los años 80 del siglo pasado, los dipsómanos de algunas localidades cubanas ofrecieron calurosa bienvenida a un extraño licor industrial cuya evocación aún los ruboriza. El susodicho llegó «camuflado» en botellas de refresco, y, luego de pasar vía gaznate la primera prueba, fue aceptado como un inofensivo chiringuito, excelente para beber frío.

Resultó, a todas luces, una evaluación apresurada. Porque en cuestión de una semana la flamante pócima —vendida como pan caliente en las cantinas al modesto y tentador precio de un peso— echó por tierra la reputación de quienes blasonaban de su liderazgo en materia de empinar el codo y de ser los mejores ranqueados en el escalafón de los grandes bebedores. 

El recién llegado debutó sin ostentar nombre comercial alguno. Criatura bastarda al fin, lo hizo sin partida de nacimiento ni etiqueta de identidad. Se presentó ante los parroquianos solo con el enigmático mote de «Son 14», que si bien funcionaba en un célebre grupo musical de la época no parecía tener conexión con una bebida de cariz espirituoso.  

Las pesquisas sobre el origen del seudónimo fueron en vano. No se logró confirmar si el forastero ya lo portaba cuando su engañoso bouquet se lanzó en zafarrancho a conquistar las papilas gustativas, la glándula pituitaria, el sentido común y las estrechas entendederas de sus admiradores. O si, por el contrario, se lo endilgó algún guasón de barrio entre las espesas brumas de una majestuosa y soberbia borrachera.

Otra rareza fue que el Son 14 nunca apareció en las tablillas como libación alcohólica. Eso causó perplejidad, pues, si no era ron, ni cerveza, ni vino, ni crema, ni coctel, ni refresco, ni menta, ni trago preparado ni nada parecido, ¿qué demonios era entonces? ¿Cómo calificar a aquel exótico inquilino de tabernas, a aquella advenediza mezcla compuesta por una minúscula dosis de alcohol y nueve de sirope?

Los «curdas» habituales lo definieron como una «liga» traicionera, inventada por los abstemios para ridiculizarlos ante la opinión pública. Y sí, sus efectos no solo arruinaban «rutilantes» currículos en materia etílica. También hacían hablar sandeces, «borraban» la memoria, inducían al papelazo, sometían a la burla, enredaban la lengua, atrofiaban la puntería en la cerradura y provocaba ver dobles las cosas.    

Más de un alardoso perdió —per secula seculorum— su cartelito de «cuarto bate» etílico por culpa de aquel impostor que, fingiendo ser un bonachón, mostró una pegada como la del gran Teófilo Stevenson. Nadie conservó por largo rato la posición vertical luego de beberse como si se tratara de refrescos dos botellas de aquel licor gélido y agradable, pero capaz de llenar la cabeza de humo como el aguardiente Coronilla.

Los quebrantos causados por el Son 14 entre los devotos del dios Baco fueron de tal magnitud que los bromistas comenzaron a llamarlo por el sugerente nombre de Espérame en el suelo. Sí, porque allí iban a parar, indefectiblemente, quienes lo subestimaron y le aceptaron el combate «cuerpo a cuerpo». 

No puedo dar fe de la autenticidad de esta anécdota, pero se cuenta que cierta vez una confusión hizo que cuatro cajas de Son 14 fueran a parar a un cumpleaños infantil en lugar de cuatro cajas de refrescos. Ajenos al involuntario trueque, los anfitriones animaron a los invitados a beber. Minutos después se formó allí una borrachera colectiva colosal. Dicen que hasta las viejitas y los viejitos bailaron la caringa.

Por su naturaleza embaucadora y por el estigma que dejó entre sus otrora cultores, el Son 14 tuvo vida efímera. No se le perdonó su falta de clase ni su drástica manera de noquear en el mismo primer asalto. Pocos lamentaron su nada gloriosa partida por la puerta trasera. Tal y como llegó, se marchó: abruptamente y —por fortuna— sin dejar dirección conocida.

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