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¿Por qué se hacen los ensayos clínicos?

La «catástrofe de la talidomida» demostró que antes de usar un medicamento es imprescindible demostrar su seguridad y eficiencia, a partir de regulaciones éticas y ensayos clínicos bien diseñados

Autor:

Julio César Hernández Perera

El Antiguo Testamento recoge una historia interesante. En tiempos del rey Nabucodonosor II, Daniel y un grupo de jóvenes de Jerusalén, sin defectos corporales, cultos e inteligentes, fueron llevados a Babilonia. El fin era instruirles en la escritura y la lengua de los caldeos para servir en la corte, y para ello estaban al cuidado del jefe de los eunucos del monarca.

Daniel pidió permiso a su guardián para que le proporcionara a él y a tres de sus coterráneos —Ananías, Misael y Azarías— agua y legumbres para alimentarse, en vez de la dieta elegida por el soberano a base de manjares reales y vino de su mesa. Pasados diez días, los rostros de Daniel y sus compañeros lucían mucho mejor en comparación con los de quienes habían ingerido la comida del Rey.

Más allá de lo curioso de este pasaje, que para muchos resulta el primer experimento —hace ya más de 2 500 años— de las investigaciones científicas en el decursar de la humanidad, han derivado de esa historia conclusiones irrefutables, al comparar cómo dos conductas tenían efectos diferentes para la salud.

Y es que no siempre se hicieron bien las cosas. Aunque a lo largo de la historia similares intereses investigativos se perfeccionaron hasta el desarrollo de lo que hoy conocemos como ensayos clínicos, no pocos ejemplos acarrearon dramáticas consecuencias.

La medicina monstruosa

Uno de los ejemplos más lamentables está en el episodio que el mundo conoce como la «catástrofe de la talidomida». Este episodio tiene sus inicios en 1954, en el pueblo alemán de Stolberg, cuando la compañía farmacéutica Chemie Grünenthal se lanzó a la desenfrenada carrera de buscar un método barato para fabricar antimicrobianos.

La empresa patentó una nueva molécula, y ese fue el nacimiento de un medicamento llamado talidomida. Desde el principio no se logró demostrar en animales de laboratorio efecto alguno de la talidomida contra un microorganismo.

Con todo y eso, a la nueva fórmula le buscaron precipitadamente, como si fuera traje bueno para vestir, una enfermedad para la cual ser usado.

Acuñado como «inocuo», el compuesto se hacía atractivo para el próspero mercado farmacéutico de tal manera que, sin fundamento científico alguno, y sin un plan formal para monitorear resultados, la compañía lo distribuyó gratuitamente a médicos de Suiza y de la antigua República Federal de Alemania, con el propósito de tratar la epilepsia.

Algunos enfermos que tomaron el «medicamento» describieron un sueño más profundo, y se mostraban más calmados y tranquilos. Fue así como se le concedió al fármaco —sin pruebas fidedignas— propiedades hipnóticas (provoca sueño), tranquilizantes y sedantes. Mientras tanto, sus efectos secundarios no eran tenidos en cuenta.

Entonces algo lamentable sobrevino. En 1956, diez meses antes de que la talidomida apareciera en el mercado, nació en Stolberg una niña sin orejas.

El padre era un empleado de la compañía Chemie Grünenthal que había llevado a su casa muestras de la nueva medicina para su esposa embarazada. Años después supo que su hija había sido la primera víctima de una epidemia de niños con monstruosas malformaciones.

El medicamento se expandió rápidamente, en calidad de sedante, en países de Europa, Asia, África y América del Sur. Las ventas crecían vertiginosamente por obra y gracia de la publicidad. El producto llegó a ser el preferido para el tratamiento de las náuseas y los vómitos asociados al embarazo.

Pero, mientras la talidomida batía records de ventas, comenzaron a nacer en muchos países bebés con extremidades deformes. Entre estas se destacan los pequeños con manos y pies que salían directamente del tronco como si fueran aletas de focas.

Poco tiempo después se demostró que el fármaco era el responsable de la desgracia, que había alcanzado dimensiones de epidemia.

Se estima que más de diez mil niños nacieron con este mal. De ellos, cerca de la mitad sobrevivió más allá de la infancia. A ese sufrimiento se sumaron otros que afectaban los genitales, los oídos, la vista, los riñones, el sistema nervioso y el corazón; algunos de ellos, incompatibles con la vida.

Regulaciones necesarias

Después de la «catástrofe de la talidomida» se hizo evidente la preocupación por la seguridad de los medicamentos. La necesidad llevó al surgimiento de regulaciones éticas internacionales y se tomaron medidas para el uso adecuado de los fármacos sujetos a evaluación.

Las pruebas exigidas a las compañías farmacéuticas se hicieron cada vez más exhaustivas y los ensayos clínicos se propugnaron como herramienta básica para que los nuevos medicamentos demostraran seguridad y eficacia.

Se establecieron, además, estrategias para evitar accidentes, las cuales tomaron cuerpo en lo que hoy conocemos como farmacovigilancia.

Cuba, con un notable desarrollo biotecnológico y varios centros productores de novedosas medicinas, no está ajena al interés por los ensayos clínicos avalados con rigurosos estándares nacionales e internacionales. Eso explica la creación en 1991 del Centro Nacional Coordinador de Ensayos Clínicos (Cencec).

Esta institución ha conducido numerosos ensayos clínicos, no solo para evaluar los productos ante el registro sanitario, sino para facilitar su extensión a toda la población, brindando soluciones a problemas serios de salud con elevados patrones y evidencias científicas.

En nuestra Isla existe absoluta claridad sobre el valor de los ensayos clínicos. No puede ser diferente cuando la vida de un ser humano, como diría el Che Guevara, importa más que todo asunto material.

Fuentes:

Los ensayos clínicos y su contribución a la salud pública. Rev Cubana Salud Pública. 2012; 35 (5).

The Schizophrenic Career of a “Monster Drug”. Pediatrics 2002; 110:404-6.

El primer ensayo clínico controlado. Rev Cub Med Gen Integr. 2007; 23 (3).

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