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La alergia de un violinista

¡Oh, La Habana…!, reza cadenciosamente una antigua rumba. ¡Oh, qué ruido…!, claman los oídos sensibles de Roberto Avelino Rodríguez, un violinista que sufre los excesos y disparates sonoros de la ciudad, cuando va hacia su casa, en Águila No. 161, Centro Habana, tras rendir su jornada deleitando a los comensales del restaurante El Emperador.

Un hombre acostumbrado a los sublimes compases de Frank Liszt o Sindo Garay, ataca la hiperdecibelia y el derroche ruidoso que nos está ensordeciendo de grosería. «Tal parece que quien más alto suene está más “en onda”», afirma el intérprete, y se aferra a su violín como a una tabla de salvación en el naufragio sonoro que vivimos.

«Cláxones hasta por gusto a cualquier hora del día y de la noche, y no se imponen notificaciones por violación del Código Vial», señala Roberto, y describe el pandemonio en los ómnibus urbanos: «Los oídos de los pasajeros a merced del gusto personal del chofer, quien determina qué bazofia deben escuchar, a intensidad de tarima carnavalera».

No se salvan las tiendas por departamentos, que antiguamente ofrecían discreta música instrumental. Ahora, insiste, los mismos dependientes desatan a todo volumen los equipos de música, que «truenan de lo lindo».

A las bocinas para la calle, contaminando a todo el barrio con la «alegría» de muchos decibeles, y los autos discoteca, que enrarecen el ambiente en cualquier esquina, se suman, para no quedarse atrás, las viejas motos Karpati y Berjovina con el escape sin silenciador: en directo, para que los estampidos alcancen a convalecientes, niños, dormidos que se sobresaltan…

«¿Quién debe decir “Vaya usted a revalorizar su licencia de conducción para que conozca el uso del claxon”?, ¿quién debe decir “Usted no puede circular con ese estrépito contaminante”?, ¿quién debe decir “Usted no puede continuar torturando a los pasajeros con esa música”?, ¿quién debe decir “Tiene que bajar o apagar ese amplificador”?, ¿quién debe decir “Usted no puede vociferar, cantar o tocar música a altas horas de la noche”?».

¿Quién le pone el cascabel al gato?, concluye Roberto, y se va con su violín a otra parte de la vida y los sonidos… hasta que el escándalo lo trae de nuevo a la realidad. A la sonora realidad.

Una aguja en el pajar

Desde Coco No. 52, en el barrio habanero de Santos Suárez, escribe asombrado Jorge Méndez: afirma haber encontrado una aguja en un pajar en el ómnibus de la ruta P-9, matrícula HWJ 410, que abordó el 10 de junio a las 7:52 de la mañana, en la parada de 114, entre 43 y 41, procedente de la CUJAE y con destino a la terminal de Santa Amalia.

Al montar, Jorge comenzó a sentirse fuera de la realidad, con la serenidad increíble que se respiraba allí, en medio de un horario «caliente» de la transportación de pasajeros. Era como si hubieran repartido una dosis de tranquilizantes, buenas maneras, paz y concordia…

«El chofer persuadía a las personas, que iban abordando la ruta con la mayor calma posible. Y lo hacía sin gritarles. Eso no quita que en algún momento haya tenido que alzar su voz, para despertar a alguien que se montara “medio dormido” y porfiara en no caminar.

«Tranquilos viajábamos todos escuchando alguna que otra voz: —Permiso;  y otra más allá: —Sí, cómo no, pase. Y lo mejor del caso: ¡Radio Enciclopedia!, con un tono bajito, que nos sedujo a todos, amantes y no amantes de la música instrumental.

«Me dediqué a mirar el rostro a las personas. Sus facciones bosquejaban calma, nunca noté desaliento y agobio por el fruto de alguna contaminación sonora, o la mala educación de alguien. La conducción del ómnibus también la percibí muy tranquila, sin frenazos bruscos, ni esos acelerones fortuitos que parecen de pilotos de combate cuando maniobran.

«Confieso que me sentí extraño. Al apearme en el Vedado, noté que el ómnibus continuó su marcha de la misma manera, como una barcaza en un río silencioso. Y me pellizqué mientras caminaba a mi destino, aún atónito por la aguja que había descubierto».

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