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Un pie para seguir adelante

Cubanos como Mario Polanco Hechavarría merecen suma admiración, por su afán de crecerse sobre sus propios infortunios y limitaciones. Y el respeto se demuestra con hechos, no con meras palabras y promesas que no llegan a cumplirse.

Desde Calle 25 No.6, Reparto Israel Santos, en Las Tunas, cuenta Mario que en 1998 sufrió un accidente del trabajo y perdió el pie izquierdo. Pero no se derrumbó. Y, afortunadamente, nunca perdió el vínculo laboral con su centro, la Empresa de Acueducto y Alcantarillado sita en esa ciudad.

En el 2001, le implantaron una prótesis que lleva puesta desde entonces para seguir avanzando por este mundo. Pero ya la misma no aguanta más, y Mario prácticamente no puede caminar con ella.

Desde enero de 2011 el accidentado viene insistiendo con el Laboratorio de Prótesis de Las Tunas, para el cambio de la prótesis; y según plantea el administrador de ese centro, ellos hacen la solicitud a la instancia superior pero los materiales y accesorios no llegan nunca. Mario frecuenta el laboratorio dos y tres veces al mes, y siempre le dan la misma respuesta desesperanzadora.

Lo más triste, para un hombre que quiere seguir laborando y ser útil a la sociedad, es tener que acogerse a certificado médico, o a una licencia sin sueldo. Esas serían ya las variantes para Mario, de continuar la espera.

Y él no quiere, ni se consuela con tal disyuntiva.

Cuando existen personas sanas que andan por ahí en el ocio, mostrando su fuerza física sin ningún apego al trabajo, he aquí un discapacitado que quiere seguir ganándose el pan de la manera más honesta.

¿Es tan difícil e imposible ayudar a un cubano a seguir sintiéndose útil y laborioso?

Un cartero de aquellos tiempos

Olga Viso Zurita (Vapor 79, entre Hornos y Hospital, Centro Habana), es una señora ya jubilada, que recuerda con nostalgia aquella época en que los carteros tocaban a la puerta del destinatario y le entregaban en sus manos lo mismo un telegrama que una misiva o un aviso de giro. Eran tiempos en que cliente y cartero se veían más y se hablaban. Se saludaban. Épocas sin correo electrónico y otros artilugios de la tecnología.

Olga siente nostalgia porque observa cómo, desde hace bastante tiempo, poco a poco se ha ido extinguiendo esa costumbre, al punto de que en muchos sitios ya quedó en el olvido aquello de que «el cartero llama dos veces». Olga no sabe por qué razón las personas quedan a expensas de cualquier vecino solidario —a veces más curioso que solidario— que les recoja lo suyo.

Pero en su barrio, perteneciente a la Zona Postal 3 de Belascoaín y Carlos III, hay un remanente de aquellos carteros en un joven llamado Walfrido Carbonell Reymont, según Olga. Parece salido de una historia antigua. La señora lo describe como «amable, cortés, disciplinado, impecable en su uniforme completo; y sobre todo muy responsable con su trabajo, por no decir riguroso».

Cuenta que Walfrido entrega la correspondencia en cada casa, como antes. «No importan horarios —señala—; está siempre contento, con la mejor sonrisa. Conversando con él, le pregunté si su zona era muy grande, y me contestó: “Regular, pero mi trabajo me gusta. Lo hago con amor, y sea cual sea la correspondencia, debe ser entregada a la persona, y no dejarla a cualquiera, que puede o no entregarla. Esto es una gran responsabilidad, y por ello respondo yo”».

Qué falta hacen personas como Walfrido en este país, para cualquier profesión u oficio, entre diversas expresiones de indolencia e irresponsabilidad. Lástima que no podamos clonarlo… para el gran oficio del decoro y el respeto.

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