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Los prestidigitadores del engaño

Un hombre anda por La Habana descifrando la «magia» de los timadores del bolsillo ciudadano. El descubridor de entuertos, Jorge Barrera Ortega, decidió compartir con esta sección, desde su hogar en calle 46 No. 2105, apto. 7, en el municipio de Playa, las experiencias de consumidor humillado por las más disímiles triquiñuelas y trampas de vendedores ambiciosos.

El bisturí que ha mostrado las vísceras de los fraudes es una sencilla y portátil balanza electrónica. Con ella a remolque, y vindicando la dignidad y los derechos del comprador, Barrera adquiere los alimentos para su familia cada fin de semana, tanto en agromercados que venden en CUP como en establecimientos comerciales que operan en CUC. Y la primera conclusión de su peregrinaje es que el engaño al consumidor no distingue la dualidad monetaria: tanto en uno como en otro billete «te envuelven» con artimañas ora simples, ora sutiles, para cobrar más de lo que corresponde.

Según este «explorador» de fraudes, entre las argucias más frecuentes en los establecimientos que no cuentan con pesas electrónicas, está la preparación de la balanza de tal forma que no marque cero cuando no tiene peso alguno sobre ella. O la alteración de los discos de contrapeso. También figura el antiquísimo engaño verbal del vendedor «a la cara», aun cuando la pesa funcione correctamente. Una variante de esta última modalidad es multiplicar incorrectamente el peso por el precio. Un sinuoso manejo de la Matemática.

Esos infractores viven del silencio y la conformidad de los compradores apurados y dóciles. Pero cuando alguien les reclama la diferencia ni se inmutan. Devuelven el dinero o agregan más del producto, sin excusas ni disculpas. Y tan tranquilos como si nada.

Ya en unidades con balanzas electrónicas, las «tecnologías» del atraco son más sutiles. Como las balanzas miden en kilogramos y Cuba sigue aferrada a la libra como unidad de medida, no nos libramos de los cálculos alevosos. A la hora de convertir esta última medida al kilogramo, multiplican por 2,5 en vez de por 2,17. Transgresiones infames de la Metrología.

Como en las pantallas de las pesas electrónicas los números se forman por medio de siete pequeñas rectas (tres horizontales y cuatro verticales), pueden sacarse de funcionamiento las dos verticales del dígito de la izquierda, manipulándolo de manera tal que la pesa «calcula» un porcentaje mayor que el real y se obliga al cliente a pagar de más.

De esta manera, ni siquiera la pesa de comprobación —supuesta garantía de protección al consumidor— puede comprobar la realidad cuando hay confabulación para robarle. Recuerda Barrera que en el mercado de 17 y K, en el Vedado, la persona que hace unos meses estaba en la pesa de comprobación no mostraba la pantalla de la balanza, y confirmaba siempre el precio total que imponía el vendedor. En dos ocasiones, como ágil «barrera» del engaño, Barrera exigió que le devolvieran lo cobrado de más.

Sí reconoce que las últimas veces que ha visitado ese mercado, la persona que labora en esa pesa de comprobación, muestra el resultado y exige que se devuelva lo cobrado de más. Ahora allí hay que esperar más para comprobar el peso, pues los consumidores hacen cola ante el equipo detector. Ojalá en ese mínimo rincón de protección al consumidor tenga fijador la honestidad.

Con la divisa, también se divisa...

En las tiendas en divisas, la tecnología dificulta un poco más la alteración de la factura, explica Barrera, pero siempre hay maneras de rasgar el velo del respeto al consumidor.

Hace unos dos años, la víctima fue la suegra de Barrera, en el mercado de 11 y 4, en el Vedado. Cuando llegó a su casa la señora, notó que en el comprobante le habían estampado tres paquetes de espaguetis, cuando solo había adquirido dos. Barrera fue con ella a la unidad a reclamar.

La cajera inmediatamente se excusó y dijo que seguramente se había quedado un paquete de espaguetis de la compra anterior. Barrera le pidió que le enseñara la traza general de la caja, que registra todas las compras. Y la factura que había recibido su suegra no estaba registrada en la traza general. Ni tampoco otras operaciones durante algo más de cinco minutos… Barrera lo comunicó a la dirección de la empresa correspondiente. Nunca recibió información de medidas que se tomaran.

Otra experiencia la tuvo Barrera en la unidad especializada de productos lácteos de la tienda de 5ta. y 42, en Playa. Allí compró cinco paquetes de queso fundido de 400 gramos, cada uno a 1,50 CUC, según la etiqueta. Y el precio del kilogramo es a 3,75 CUC. Barrera pagó 7,50 CUC, por lo cual debió haber recibido dos kilogramos.

Cuando llegó a su casa comprobó el peso, y resultó que faltaban 0,5 kilogramos. Retornó a la unidad a reclamar su derecho. Ni la cajera ni el otro empleado se inmutaron. Simplemente comprobaron el peso, sacaron cuentas y le devolvieron la diferencia.

Barrera solicitó ver a la jefa, y le explicó lo sucedido. Ella le pidió su nombre y teléfono para que posteriormente lo llamaran. Barrera insistió y pesó con su balanza otros paquetes de queso en los estantes. Y la diferencia en el peso era del diez por ciento. Finalmente habló con el gerente del complejo, quien posteriormente lo llamó por teléfono, le agradeció la información y le prometió que todo se revisaría y tomarían las medidas correspondientes.

El último encontronazo fue en el mercado de 7ma. esquina a 20, en Miramar. Con su inseparable balanza, comprobó no menos de diez paquetes de muslos de pollo. Y en ninguno de ellos, el peso que señalaba la etiqueta coincidía con el real. La mínima diferencia hallada en uno de ellos fue de 100 gramos, y la máxima fue de 500 gramos en uno de 1,75 kilogramos. Él les mostró las elocuentes diferencias a los empleados, y estos le dijeron que ellos recibían los paquetes ya pesados y sellados de la casa matriz.

Los comisores no corren riesgos

Barrera asegura que, reclamando en cada sitio lo que le toca, semanalmente ingresa entre 30 y 70 pesos (CUP) que le habían cobrado de más. Así, el valor de su pesa digital lo recuperó en apenas un mes. Y a partir de su experiencia personal como consumidor, estima que el negocio con el peso de las mercancías alcanza cifras significativas.

El «explorador» considera que las causas de tal fenómeno enraizado en nuestro comercio minorista son disímiles, pero en su opinión «la principal es que quienes actúan de la forma antes expresada, incluyendo los responsables de esos establecimientos, no corren prácticamente ningún riesgo. Cuando uno de esos hechos se detecta, la solución es, simplemente, devolver el dinero que antes habían intentado sustraer».

Ante ello, Barrera propone que se legisle lo requerido para enfrentar y neutralizar el fenómeno: cuando en un mercado agropecuario se detecte y pruebe, por primera vez, una alteración no razonable del valor que se intenta cobrar —por ejemplo, más del cinco por ciento—, debería imponerse al comisor una multa de 5 000 pesos de forma ejecutiva e inmediata. A la segunda vez, debe duplicarse la multa, y a la tercera vez, debe retirársele por dos años la licencia para comercializar.

Y en el caso de que el comisor de la infracción sea empleado estatal, deberá separársele definitivamente del sistema de comercio.

Barrera piensa que debe rescatarse aquel cuerpo de inspectores no profesionales, facultados para imponer esas multas —hace años desaparecido—, y con la particularidad de que estos reciban el 25 por ciento del valor de las multas que impongan. A este redactor le parece muy oportuno en estos momentos que resucite una fórmula de control popular, siempre que no se distorsione su sentido eminentemente justiciero, con la comprobación transparente de los hechos.

En el caso del comercio minorista en divisas, para Barrera «las consecuencias de la detección de alguno de esos hechos deben ser de carácter penal, teniendo en cuenta la necesidad de alterar los sistemas de control que existen en esas tiendas para cometer tales violaciones».

Hay dos aspectos que quisiera añadir al valioso alegato de Barrera: uno es que en las unidades donde se reitere el engaño al consumidor, a los máximos responsables también hay que aplicarles medidas severas y definitivas, por no garantizar el control riguroso para que ello no suceda. Eso, sin pensar en quién puede estar complotado. ¿Cómo se explica que no detecten a tiempo lo que un consumidor descubre constantemente, con una balanza electrónica?

Lo otro es que, sin jamás justificar el atraco al consumidor, en el sector estatal del comercio, incluidas las tiendas en divisa, deberían aplicarse estimulantes formas de pago por resultados, que propicien verdaderamente el trabajo, la calidad y la honestidad, y no el estar allí para medrar a toda costa.

Lo cierto es que, «por la magnitud del problema, las medidas para solucionarlo no deben dilatarse», como sentencia Jorge Barrera Ortega. Hay que atender a tiempo un mal que lacera a la economía nacional, la del ciudadano y la moral de un país, antes de que haga metástasis. La balanza electrónica de un explorador de atracos nos demuestra que sí se puede.

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