Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Cuentecitos

José Lezama Lima y Eduardo Robreño eran muy amigos. Se conocieron de niños en el Colegio Mimó, donde cursaron la Enseñanza Primaria, hicieron luego juntos el bachillerato y matricularon la misma carrera. Ya graduados, cada cual siguió su camino en la vida, pero continuaron encontrándose y recordándose con alegría. Los dos eran conversadores formidables: llano y coloquial Robreño; encaracolado y recóndito el autor de Paradiso. Y ambos de una ironía devastadora.

Una tarde se toparon en la calle Obispo. Lezama salía de La Lluvia de Oro, el café donde tenía su tertulia, y Robreño venía de una de las tantas gestiones con las que pimponeaba el sustento. Dijo a Lezama:

—Pepito, acabo de leerme tu libro Aventuras sigilosas y, chico, no entendí nada...

Al escuchar aquello, Lezama levantó los brazos al cielo y exclamó:

—¡Gracias, Dios mío! ¡Al fin soy poeta!

JUAN DAVID Y ELEANOR ROOSEVELT

Juan David, el genial caricaturista cubano, repetía que, al final, el personaje caricaturizado terminaba pareciéndose a su caricatura. Insistía: «No creo que son las caricaturas las que se parecen a los personajes, sino los personajes quienes se parecen a sus caricaturas. Yo he hecho caricaturas que al comienzo no se parecían mucho al personaje, y cada año he visto que el hombre se acercaba más a su caricatura. Es un hecho curioso ese de que imitemos nuestra propia imagen...».

Un día, en Nueva York, quiso hacer el cartón de la viuda del presidente Franklin Delano Roosevelt, y se acercó a la vieja dama para solicitar su autorización. Eleanor era dueña de una fuerte y atrayente personalidad, pero no era precisamente una mujer bella, y estaba muy consciente de ello.

Dio la señora al artista su consentimiento y precisó:—No tiene que hacer mi caricatura... Basta con mi retrato.

CHICHO

En la localidad espirituana de Taguasco se celebra un festival de poesía que llegó ya a su séptima convocatoria y convierte cada una de sus ediciones en una fiesta popular. El Cuba Soneto, que es el nombre del evento, quiere estimular entre los poetas cubanos el cultivo de esa difícil y sutil forma estrófica y honra la memoria del poeta taguasquense Antonio Rodríguez Castro (Chicho), sonetista notable que, aunque publicó un solo libro, Flor de campanillas, dio a conocer sus versos en muchísimas publicaciones periódicas y fue incluido, con todos los honores, por el infatigable Samuel Feijóo en su antología El soneto en Cuba (1964).

Rodríguez Castro nació en 1914 y falleció en el 95. Se ganaba la vida con su trabajo de procurador y fue un antibatistiano convencido y furibundo, a quien cualquier ocasión parecía propicia para decir pestes de Batista y de la dictadura, sin cuidarse apenas de los que podían estar escuchando sus palabras. Un buen día, día malo para Chicho, bien por un chivatazo o por otra circunstancia, sus opiniones fueron del conocimiento del jefe del Puesto de la Guardia Rural y dos soldados buscaron al poeta con instrucciones de conducirlo al cuartel.

—Chicho, me enteré de que ayer estuviste hablando mal del gobierno— le dijo, ya en la instalación militar, el oficial de carpeta.

En tiempos de Batista, un detenido sabía cómo entraba a una estación de policía o a un cuartel de la Rural, pero no cómo saldría, y una vez dentro era difícil que se librara, al menos, de cuatro bofetones. Chicho comprendió que, para salir incólume, tendría que hilar fino y en aquel «ayer estuviste» del oficial creyó encontrar su tabla de salvación. Muy serio, con el debido respeto, pero con el mayor poder de convicción, dijo entonces:

—Si usted supiera, teniente, que ayer fue el único día que yo no hablé mal de Batista.Salió ileso.

GUILLÉN, NERUDA Y LA CLEPTÓMANA

Esta anécdota, que oyó referir a Nicolás Guillén, la cuenta Carilda Oliver Labra en su libro Con tinta de ayer (1997).

El Poeta Nacional de Cuba, de visita en Chile, se alojaría en la casa de su amigo Pablo Neruda. El día de la llegada del cubano a la capital chilena, y antes de arribar al lugar donde pararía, Pablo advirtió a Nicolás que, una vez allí, escondiera bien su dinero, porque si la sirvienta lo encontraba le echaba el guante y no volvería a verlo jamás.

—Te digo que la sirvienta es muy peligrosa... Quince años lleva con nosotros y no ha dejado de robarnos —expresó el autor de Residencia en la tierra.

—¿Y cómo la tienes aún?— indagó Nicolás.

—Porque le tengo lástima. La pobre no tiene culpa de haber nacido cleptómana... Hazme caso: esconde tu dinero. Luego no digas que no te alerté a tiempo.

Pero Guillén hizo caso omiso a la alerta, y ya en la casa, pidió a Neruda que hiciera llamar a la criada.

—Hablaré con ella y verás que se modifica— comentó.

Neruda, algo intrigado, hizo venir a la mujer que, con detenimiento y fijeza, clavó sus ojos en Nicolás. El poeta se dirigió a ella.

—Mira, me dice Pablo que eres una persona honrada y que las cosas contigo están seguras. Esta, que es la única plata que tengo y que es la de mi regreso a Cuba, quiero que me la guardes a fin de no gastarla o perderla. Te lo agradeceré muchísimo.

Está de más decir que, a la hora de la despedida, la mujer devolvió a Guillén, sin vacilar, su dinero completo.

Neruda quedó pasmado.

LA CAMPANILLA DE QUÉ

Ya se sabe que, en una controversia, cada uno de los poetas repentistas que toma parte trata de subir la parada para poner en aprietos a su adversario, y que no son pocas las veces en que el público tiende la trampa con un pie forzado imprevisible. Gabriel de la Concepción Valdés (Plácido) siempre salió airoso en sus improvisaciones, aun cuando para sacarlo del paso sus oyentes le dieran como pie frases truncas o laberínticas. Una de estas fue «la campanilla de qué», y Plácido, invencible y de un tirón, versificó:

Un Cádiz y una patenaY una campanilla quieroY espero, señor platero,Que ha de ser cosa muy buena.Por la paga no os dé penaQue yo la satisfaré;Las primeras que nombréHan de ser de oro muy fino,Y ahora no determinoLa campanilla de qué.

DON CARLOS DE LA TORRE

Don Carlos de la Torre y Huerta (1858-1950) es uno de los nombres emblemáticos de la ciencia cubana. Hizo estudios de Medicina, Farmacia y Ciencias Físico-Químicas y Naturales, pero, discípulo del gran Felipe Poey, se inclinó desde temprano a la Malacología, y no había cumplido aún los 18 años de edad cuando descubrió dos especies de moluscos desconocidas hasta entonces y que en su honor llevan su nombre. Aquí, donde todo se toma un poco en broma y un poco en serio, lo que quizá sea una forma del querer cubano, esa afición le valió el mote de «Carlos Caracoles». Bien pronto su sabiduría era reconocida más allá de nuestros límites geográficos.

En uno de sus viajes científicos, don Carlos llegó a Londres. Quería visitar el Museo Británico de Zoología y, una vez allí, mientras recorría una de sus salas, señalaba los errores numerosos que advertía en la clasificación de algunas especies de caracoles. Alarmado por las rectificaciones, el velador de la sala hizo llamar a Edward Smith, director de la institución, que salió disparado de su despacho para enfrentarse al extranjero que osaba expresarse de tal modo.

Ya cara a cara, le dijo:

—¿Es usted, por ventura, el cubano Carlos de la Torre?

Don Carlos respondió afirmativamente y, sin ocultar su sorpresa, preguntó con modestia si lo conocía.

—Personalmente, no —repuso Smith a su vez—. Pero solo al doctor De la Torre, de Cuba, reconocemos autoridad suficiente para corregir una clasificación como esta.

LECUONA

Aseguran los que lo conocieron que Ernesto Lecuona no fue hombre de una vida intelectual muy profunda. Tocaba a menudo, pero no estudiaba, lo que terminó por minar sus grandes virtudes como pianista. Su pasatiempo preferido era el dominó y en su finca La Comparsa, entre el Guatao y San Pedro, donde vivió entre 1946 y 1953, disfrutaba del contacto con la naturaleza. Dice su biógrafo Orlando Martínez que allí dedicaba largas horas a la crianza de las aves de corral y a la jardinería. Vivía orgulloso de sus cinco especies de marpacíficos, de su colección de rosales (Príncipe Negro, Miniatura, Radiante, Armand, Biscuit, Catalina Lasa y Roosevelt) y de las siembras de claveles, así como de sus animales, entre los que sobresalían tres perros de Pomerania.

Los compositores favoritos de Lecuona fueron Beethoven, Chopin, Debussy y Gershwin. Detestaba la música llamada «de vanguardia» y solía ser muy hiriente en sus comentarios sobre los que la hacían. Un día, mientras conversaba con Orlando Martínez sobre uno de esos creadores, preguntó con ironía:

—¿Y ya encontró quién le toque la música?

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