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Cómo murió Carlos Manuel de Céspedes (II)

«Alrededor de la tragedia de San Lorenzo todo ha sido duda y confusión», expresan Hortensia Pichardo y Fernando Portuondo en su introducción a los escritos de Carlos Manuel de Céspedes. La versión de que el Padre de la Patria se suicidó antes de caer en manos de sus enemigos, la desmienten testimonios, al parecer irrefutables, de que se defendió con su revólver mientras corría hacia un monte cercano al claro de los ranchos donde lo sorprendieron.

Quedan, sin embargo, otras incógnitas, aseguran los historiadores mencionados. Preguntan: «¿Cuántas heridas recibió? ¿Sabían los españoles a quién iban a buscar o fue una sorpresa para ellos dar con Céspedes? ¿Quién fue el práctico que guió la columna? Los vigías que debían dar la alarma al presentarse el enemigo por aquellas sierras, ¿lo hicieron y no se oyeron sus disparos? Por último, las preguntas que hielan: ¿fue delatado el refugio de Céspedes?; y si fue delatado, ¿quién fue el traidor?».

Recapitulemos los hechos. El 27 de octubre de 1873, en Bijagual de Jiguaní, la Cámara de Representantes depone a Céspedes de la Presidencia de la República. Dos días después se le priva de su escolta y de su ayudantía, se le conmina a instalarse en la zona donde se mueve el nuevo Gobierno y, como a los vencidos en la antigua Roma, se le obliga a marchar a la saga del Ejecutivo. El 27 de diciembre recibe la autorización para moverse libremente. Se dirige hacia Cambute, donde piensa esperar el pasaporte que le permitiría salir de la Isla, pues no quiere hacerlo como un desertor, sino con la aquiescencia del Gobierno. A fines de enero, los españoles se mueven cerca de Cambute; se teme que lleguen al campamento del «Presidente viejo» y el brigadier José de Jesús Pérez le recomienda que busque refugio en San Lorenzo, en la Sierra Maestra, donde llega el 23 de enero de 1874. Justo un mes después se le comunicaba oficialmente que el Gobierno le negaba la salida del país.

Escriben los ya aludidos Pichardo y Portuondo: «Así quedó sellada la suerte del Padre de la Patria: solo, indefenso en San Lorenzo y sin permiso de salida, estaba a merced del primer delator que guiara a los españoles hasta su retiro».

Peligro

San Lorenzo, en la margen derecha del río Contramaestre y entre varios arroyos, estaba enmarcado en la jurisdicción militar del brigadier Pérez, amigo devoto de Céspedes, que en su momento se había mostrado contrario a la deposición del Presidente. Era, además, el militar hombre desafecto al mayor general Calixto García. No se mantuvo por mucho tiempo más en el cargo. Lo sustituyó el coronel Benjamín Ramírez que, lejos de garantizar la seguridad del «Presidente viejo», lo dejó indefenso al quitarle al capitán José Lacret, prefecto del lugar, las pocas armas de que disponía para la defensa de la localidad.

El joven Lacret se percató de la enorme responsabilidad de tener en su prefectura al iniciador de la Revolución Cubana. Para protegerlo, situó una guardia nocturna en torno al bohío que ocupaba, pero Céspedes la rechazó; solo la aceptaría, adujo, de disponerlo el Presidente de la República. Alegó Lacret que aquella custodia era competencia de la prefectura, y explicó que el centinela apostado en el Cordón del Loro, altura desde la que se dominaba una gran distancia, era el encargado de anunciar la presencia enemiga con uno o varios disparos, perfectamente audibles en San Lorenzo y otros lugares de la Maestra

El nuevo presidente, Salvador Cisneros Betancourt, Marqués de Santa Lucía, se dio cuenta del peligro que corría su antecesor y pidió a la Cámara que se le proveyese de una custodia porque, decía el Marqués en su mensaje, «la personalidad de Céspedes está tan adherida a la Revolución que abandonarlo a sus propios recursos por haber cesado como Presidente, sería un desagradecimiento…». La Cámara nada hizo; alegó que no podía inmiscuirse en un asunto administrativo.

Vivir en san lorenzo

La vida del prócer en San Lorenzo era sencilla y metódica. Tomaba su baño diario en una charca cercana a su bohío y almorzaba a las diez de la mañana. El ajedrez, juego en el que era un verdadero experto, era su entretenimiento preferido. Enseñaba a leer y a escribir a dos niños del lugar. Para ello se valía de una cartilla de madera confeccionada por él mismo y de gruesas hojas de cupey en las que se escribía con palitos con la punta aguzada. Instruía además a aquellos niños en el arte de la declamación. Los cinco años pasados en campaña no le habían hecho perder sus modales de hombre de mundo y su conversación era exquisita. Recibía visitas y gustaba de hacerlas. Degustaba el café en la vivienda de las hermanas Beatón y era asiduo a la de Francisca Rodríguez y su hija Panchita, con la que tenía amores. Llevaba un diario, que cayó en poder de los españoles cuando asaltaron San Lorenzo y se creyó perdido durante años. El historiador Eusebio Leal lo publicó al fin en 1992, 117 años después de haberse escrito su última página. Escribía también largas cartas a su esposa Anita.

Llevaba un mes en San Lorenzo cuando se le recomendó que buscara un sitio más retirado. El coronel Benjamín Ramírez insistió en el asunto y le ofreció una escolta para que lo custodiara en el traslado. Su hijo Carlitos insistía también para que cambiara de refugio. Céspedes, sin embargo, no quería moverse de San Lorenzo. Esperaba el pasaporte y el aviso con los detalles de su viaje. Cuando llegaran, prometió a su hijo, buscaría otro campamento. Cuando recibió el aviso de que no habría pasaporte y, por tanto, tampoco viaje, no había ya razón alguna para permanecer en San Lorenzo. El traslado sería el 28. No podía ser antes porque los rancheros habían salido en busca de viandas.

El último día

El 27 de febrero de 1874 se acaba la vida del Padre de la Patria. Como si presintiese el final, deja escrito en la última anotación de su Diario su opinión sobre sus enemigos, que «debo consignar por lo que importar pueda en adelante». De Estrada Palma dice que es tan inmoral en sus costumbres privadas como hipócrita en sus manifestaciones públicas; hombre que exigía a las mujeres una pureza ideal para luego hacer madres a las hijas de sus mayorales. Al Marqués lo caracteriza como «ignorante, arruinado, petardista, vicioso, puerco», sin más consideraciones que las que le da su título. «Cínico, charlatán, descarado e intrigante… aprovechado de las hazañas de otros», llama a Marcos García, a quien hubo que sumariar en 1870 y «no apareció más hasta ahora que vino a atacarme con desvergüenza para que la Cámara le reconociera su grado de General de Brigada». El «necio» de Juan Bautista Spotorno es «ligero, imprudente, ignorante y poco amigo de hallarse cerca del soldado español, no obstante ser un Coronel del ejército…».

Ese día ha sido invitado a almorzar en la casa de Evaristo Millán, que vive a una legua de San Lorenzo, pero amaneció sin deseos de pasear y pidió a Lacret, que tenía los caballos preparados, que excusara su ausencia. Viste con una elegancia insospechada, paradójica dada la rusticidad del ambiente circundante: chaqué de paño negro, pantalón de casimir oscuro, chaleco de terciopelo a cuadros con rayas punzó. Almuerza en compañía de Lacret y, luego de jugar una partida de ajedrez, pasa a tomar café, como era su costumbre, en la casa de las hermanas Beatón. Hace luego una visita a la amante. Está allí cuando una niña que pedía un poco de sal avisa de la presencia española. Corre Céspedes, revólver en mano, por entre la maleza en busca de un farallón por el que piensa despeñarse en el intento de librarse de los que lo persiguen. El plan no es del todo descabellado. Pero los soldados no le dan tiempo: se le enciman en cuanto lo ven salir de casa de Panchita. Unos 300 metros lo separan del barranco. Con 55 años de edad y casi ciego, el Padre de la Patria tiene las de perder en aquella carrera. Los perseguidores acortan la distancia. Céspedes, cerca ya del abismo, se vuelve y dispara. Corre de nuevo y al borde de la sima dispara sobre el enemigo más cercano, el sargento González Ferrer. Dispara también el sargento, a boca de jarro, y el hombre del 10 de Octubre cae al vacío.

¡Han muerto al presidente!

Céspedes, que nunca andaba solo, salió ese día de la casa sin compañía. ¿Dio la señal el vigía del Cordón del Loro? ¿La dio y no se escuchó en el caserío? Se dice que los españoles llegaron a San Lorenzo guiados por alguien que conocía la zona, que pudo burlar las guardias y sabía quién era el que allí se ocultaba. La historia ha barajado varios nombres. El historiador Gerardo Castellanos dice que el práctico y posiblemente el delator del refugio de San Lorenzo fue el negro lucumí Ramón Jacas o Papá Ramón, soldado mambí conocido también como Ramón Bradford. Apresado por los españoles, fue condenado a muerte, pero se le concedió la vida a cambio de servir de práctico a la columna española. Realizado el servicio, escapó y volvió a las filas insurrectas, donde nunca dejó de lamentarse de su participación en la muerte de Céspedes.

Aun así, ¿sabían los españoles que el «titulado Presidente de Cuba» se ocultaba en San Lorenzo o fue su muerte fruto de la casualidad? Fernando Figueredo aseguraba que todo fue casual. Basaba su opinión en lo que una de las hermanas Beatón contó después al prefecto Lacret. Para sacarlo de la furnia, los españoles amarraron el cadáver con una soga y lo arrastraron hasta la presencia de Panchita. Esta entonces, con gritos de desesperación y en la mayor angustia, exclamó: «¡Ah, ese es el Presidente! ¡Han muerto al Presidente!». Entonces el jefe español lamentó su mala fortuna por no haber tenido noticias antes de quien era la persona que acababan de ultimar.

La versión del suicidio la desmiente el parte oficial español sobre los sucesos del 27 de febrero de 1874, que se conserva en el Archivo Militar de Segovia. Lo firma el jefe del Batallón de Cazadores de San Quintín, responsable del asalto a San Lorenzo. Dice el documento: «El Capitán de la 5ta. Compañía, don Andrés Alfonso, y el Sargento 2do. Felipe González Ferrer con cinco soldados fueron los que dieron muerte al referido Céspedes, el cual disparó un tiro de revólver al Capitán y otro a dicho Sargento y sin embargo de mis voces de date prisionero no fue posible se entregara…», versión que coincide con las dos cápsulas disparadas que tenía el revólver de Céspedes cuando, en 1913, fue entregado al museo de Santiago de Cuba.

Muerto y desenterrado

Expuesto en calzoncillo en el Hospital Civil santiaguero, el cadáver de Carlos Manuel de Céspedes, Padre de la Patria, presenta un orificio de bala a la altura de la tetilla izquierda, un ojo muy amoratado y el cráneo hundido. Lo inhuman en una fosa común.

En la oscuridad de la noche, bajo la lluvia y alumbrados solo por la luz de los relámpagos, seis hombres se mueven en total silencio por el cementerio de Santa Ifigenia, en Santiago de Cuba. No son seres escapados de sus tumbas, sino seis patriotas que decidieron rescatar los restos de Carlos Manuel de Céspedes, a fin de impedir que se pierdan para siempre. Encabeza el grupo Calixto Acosta Nariño, corresponsal secreto de Céspedes en Santiago de Cuba, que había visto su cadáver cuando lo expusieron en el Hospital Civil de esa ciudad. Lo conforman Luis Yero Budén y José Navarro Villar. Hay también tres negros en el grupo. Pero sus nombres lamentablemente no quedaron recogidos en la historia.

Cavan en la fosa, identifican y extraen el cadáver del expresidente y lo llevan a un lugar seguro, donde después se erigiría el panteón de quien, en una carta a su esposa, Ana de Quesada, redactó su propio epitafio: «En cuanto a mi deposición, he hecho lo que debía hacer. Me he inclinado ante el altar de mi Patria en el templo de la ley. Por mí no se derramará sangre en Cuba. Mi conciencia está muy tranquila y espera el fallo de la historia».

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