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Luces del Túnel de La Habana

Es, sin discusión, «la obra del siglo» en Cuba. Se le considera una de las siete maravillas de la ingeniería civil cubana y un estudioso como Jacques Boudet la incluye entre las grandes obras de la humanidad. En efecto, en su libro The Great Works of Mankind (Londres, 1961) aparece el Túnel de La Habana junto a la ciudad de Machu Picchu y el Alhambra de Granada, la Gran Muralla china y la Ciudad Prohibida, el cable trasatlántico
y el Canal de Suez, el puente de Brooklyn y la modernización de Moscú… Por primera vez un viaducto submarino se construía de esa forma y su proyecto y su tecnología revolucionarían el mundo de las construcciones.

Para hacerlo posible se dragaron 250 000 metros cúbicos de roca y más de 100 000 de arena. Tiene una extensión de 733 metros y un ancho de 22 y sus cuatro carriles se diseñaron para permitir el tránsito de 1 500 vehículos por hora en ambas direcciones. Los tubos o cajones que lo conforman se construyeron en un dique seco y luego se trasladaron por flotación para ser hundidos en el fondo del canal de la bahía habanera, donde previamente se había excavado la zanja donde se depositarían.

El Túnel de La Habana se inauguró el 31 de mayo de 1958, después de menos de tres años de trabajo, y con la obra se hacía realidad el anhelo de enlazar de una manera rápida y cómoda La Habana con lo que entonces se llamaba la Ciudad del Este y un rosario de playas de encantamiento con sus arenas blancas y aguas cristalinas. Basta con atravesar bajo el mar la rada habanera y eso se hacía en cuestión de segundos.

Un gran puente

La idea ciertamente no era nueva. Ya en 1910 o 1912, Dionisio Velazco, ingeniero y propietario de grandes extensiones de terreno en el este de La Habana, diseñó un puente que correría sobre la bahía entre la Avenida del Puerto y las alturas de la Cabaña. Era la solución apropiada para la época. Pero —cosas de aquella República— el proyecto no pasó de eso porque lo vetó el Congreso… norteamericano, que adujo que en caso de guerra la destrucción de esa vía ocasionaría el cierre de un puerto de importancia estratégica como el de La Habana.

Entre una y otra fechas la ciudad se había expandido hacia el sur y hacia occidente, mientras que el este seguía constriñéndose a sus playas que atraían cada vez más la atención de vacacionistas y gente deseosa de invertir
en ellas. Por la lejanía y el estado deplorable de los caminos, llegar a esas playas fue un martirio hasta la construcción de la Vía Blanca a mediados de los años 40. Y una vez inaugurada esta el viaje seguía haciéndose innecesariamente largo cuando el túnel garantizaría una vía expedita y revalorizaría los terrenos situados más allá de las fortalezas del Morro y la Cabaña.

Los grandes propietarios del este no cejaban en su empeño y en 1949 se acometían estudios de factibilidad. En 1954 la idea era ya indetenible. El ingeniero cubano José Menéndez, que desde cinco
años atrás trabajaba en el tema, había avanzado mucho en sus estudios, y la Compañía de Fomento del Túnel de La Habana encargaba, por separado, sendos proyectos a dos empresas constructoras de Estados Unidos.

Fue entonces que, sin que nadie la invitara, apareció la Societé des Grands Travaux de Marsella y se llevó el gato —o el túnel— al agua, pues Menéndez recomendó a la Compañía de Fomento la aceptación del anteproyecto de la empresa francesa, superior al de los norteamericanos desde el punto de vista técnico, incomparablemente más barato y con el atractivo adicional de que garantizaba el financiamiento de la construcción al asegurar que otra entidad francesa adquiriría azúcar cubano por el equivalente al monto de la obra. Esa compra posibilitaría el dinero necesario a través del Banco Cubano de Comercio Exterior. Los grandes propietarios del este hipotecarían sus terrenos; se emitirían bonos pagaderos a largo plazo y se dispuso un peaje para los vehículos que utilizaran la vía cuando estuviera terminada.

Representaba una inversión de 28,5 millones de pesos, equivalentes a dólares, y a estos se sumaban otros 7,5 millones que aportaría el Estado para la construcción de la Carretera Monumental, la cual enlazaría el Túnel con la Vía Blanca.

El Estado cubano, uno de los grandes beneficiarios del túnel, no invertiría un solo centavo en su construcción. El Gobierno ganaría con el lucrativo trueque del azúcar y la misma compañía francesa tendría utilidades adicionales si especulaba con el dulce en el mercado mundial. Los grandes propietarios, otros de los máximos beneficiarios, verían revalorizarse su patrimonio.

Dos mil planos

Así las cosas, entre asentimientos y reproches para la obra que se proyectaba y estudios y más estudios —se revisaron y rectificaron unos 2 000 planos y miles de hojas de cálculo— el ingeniero cubano José Menéndez asumía, con el beneplácito de la parte francesa, la dirección facultativa de la construcción del Túnel de La Habana y se empezó a trabajar.

La boca oeste del viaducto, por lo reducido del espacio donde se emplazaría, entrañó dificultades que se resolvieron con éxito. La boca contraria resultó más fácil, pero como la roca caliza en esa parte no era compacta y podía provocar desprendimientos, se impuso un tratamiento adicional en los accesos.

Se excavó en el fondo del canal de la bahía una zanja de 80 pies de profundidad para colocar los tubos o cajones del túnel y para protegerlos se cubrieron con una capa de cinco pies de material rocoso. Una cortina de hierro, que cierra de modo hermético su entrada, resguardaría a la vía de las inundaciones que pudiera provocar un huracán. Se estudiaron con cuidado los sistemas de oxigenación e iluminación, así como el revestimiento de las paredes interiores, las cuales se dotaron de un azulejo especial que rompería el eco que ocasionaría el ruido de los vehículos en marcha. La impermeabilidad se trató con esmero. Hasta septiembre de 1957 se sirvieron en la obra 60 000 metros cúbicos de hormigón de alto factor.

Muchos años después el ingeniero Menéndez recordaría que la construcción del Túnel dio empleo a más de mil obreros cubanos. La obra, prevista para ser ejecutada en 30 meses, demoró en realidad 32 a causa de la lluvia que paralizó por muchos días los trabajos.

Detractores

Claro que una obra así tuvo sus detractores. No se le negaba su utilidad pública, pero muchos resaltaron los grandes intereses privados que animaban su construcción. Se dijo que afeaba y dañaba el sitio donde se abrió y se temió por la suerte del monumento al generalísimo Máximo Gómez. Se dudó de la eficacia de la rampa que en forma de espiral permitía la entrada y la salida del viaducto por su boca oeste y se dijo que permitiría solo el paso de automóviles franceses, de menos porte que los norteamericanos. El ingeniero Menéndez se defendió como gato bocarriba y rebatió uno por uno los argumentos de sus detractores. Ganó la pelea. Insistía Menéndez en la utilidad pública del Túnel de La Habana: «No se trata solo de la nueva ciudad, sino de las numerosas playas que están al este, amén de la cantidad de pasajeros que utilizaría esta vía para huir de la Carretera Central, construida hace más de 20 años y de tránsito muy congestionado. Además, el Túnel ha sido proyectado para toda clase de vehículos: ómnibus, camiones, automóviles…».

Más allá de esas y otras censuras, el Túnel está ahí. Imprescindible para la ciudad, que no se concibe ya sin su viaducto submarino. Se calcula que unos 32 000 vehículos lo cruzan diariamente en ambos sentidos.

Es por eso que la ciudad sigue alabándolo y cuidándolo. La Societé des Grands Travaux de Marsella, al entregar la obra, aconsejó que cada diez años se le sometiera a una reparación mayor. Era la forma de alargarle la vida.

Poco después del triunfo de la Revolución, en 1959, el Gobierno cubano se hizo cargo del túnel. Asumió la deuda pendiente que, según cálculos, se redimiría, mediante el peaje, en 1979, y empezó a atender la vía.

En 1987 el Túnel de La Habana fue objeto de una restauración importante que detuvo su deterioro, y el ingeniero José Menéndez —con 87 años de edad entonces— fue el asesor principal de las labores. Ya para esa fecha podía lucir unas seis décadas de quehacer profesional ininterrumpido. Había presidido la Sociedad Cubana de Ingenieros y como profesor universitario había formado a varias generaciones de colegas.

En el año 2000, el Túnel sufrió otra remodelación capital. ¿Tenía en esa fecha problemas de estructura? En absoluto, pero 42 años después de su construcción se imponía un trabajo como el que se acometió entonces, que modernizó los sistemas interiores de la vía.

Todo se actualizó en el viaducto. Los sistemas eléctrico, semafórico y de bombeo; los de ventilación y contra incendios. Se sustituyó la totalidad de los 13 000 metros cuadrados de azulejos. Se incorporó un nuevo circuito cerrado de TV. Se cambiaron la sala de control, el sistema telefónico y el pavimento. Se soterraron los cables de alta tensión. Se dotó a la vía de un nuevo sistema de señales. El hormigón en mal estado dio paso a un hormigón más duradero. Se inyectaron sustancias que evitan o retardan la corrosión y otras que impiden las filtraciones. Se pintó el Túnel de La Habana. Las reparaciones a las que se le somete hoy no son de tanta envergadura, pero sí imprescindibles.

La Habana del Este siguió su curso. El centro político y administrativo de la Isla no se instaló nunca en esta, y en las barriadas para la burguesía, excelentemente planificadas, se construyeron viviendas para obreros y profesionales. En Alamar y otros repartos viven miles y miles de personas, quizá más de aquellas 200 000 que se pensaron en un tiempo. Las playas siguen atrayendo a vacacionistas nacionales y extranjeros. Nuevos hoteles y centros turísticos se construyen en la zona. Las fortalezas coloniales del Morro y la Cabaña desafían todavía el tiempo. Y está el Túnel de La Habana, una vía que es orgullo de los cubanos y que asombra y admira, como la gran obra de la humanidad que es, a cuantos saben de su existencia.

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