Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Aquel golpe de Estado (I)

Es el viernes 25 de agosto de 1933 y La Habana es escenario de un acontecimiento emocionante. El pueblo se ha  movilizado para hacerse presente en los entierros del líder obrero Margarito Iglesias, el estudiante Félix Ernesto Alpízar y el sargento Miguel Ángel Hernández. Sus restos habían aparecido en las caballerizas del Castillo de Atarés. Sobre la tumba de Alpízar hablan Rubén de León y Raúl Roa, mientras que en la del militar,  sargento mayor en la batería quinta del Cuerpo de Ingenieros, cedulado del ABC, lo hace un sargento llamado Batista. El inesperado orador, que se estrena ese día en la vida pública, estaba inserto en la conspiración de clases y soldados que se germinaba  desde mediados del propio mes, y aludió en sus palabras al matiz político del movimiento y atacó sin rodeos a la oficialidad maculada.

Trece días antes había sido derrocada la dictadura de Gerardo Machado y el caos se había entronizado en el país. Céspedes preside el Gobierno, pero no gobierna y el embajador norteamericano se asusta con la combatividad del pueblo. Hay hambre, desempleo y huelgas. La llamarada popular quema  la Isla y obreros y estudiantes están en pie de lucha. En el puerto habanero dos barcos de guerra estadounidenses permanecen con los cañones desenfundados y los marines prestos al desembarco. La cosa está de yuca y ñame.

Junta de los ocho

Crece el clima de indisciplina e insubordinación en el Ejército. El movimiento sedicioso, surgido en el campamento de Columbia, gana adeptos entre los alistados de todo el país. Su principal animador es el sargento mayor Pablo Rodríguez, y lo secundan los también sargentos José Eleuterio Pedraza y Manuel López Migoya. Se incorporan el sargento taquígrafo Fulgencio Batista y el sargento sanitario Juan Estévez Maymir. También el cabo Ángel Echevarría y los soldados Ramón Cruz Vidal y Mario Alfonso Hernández. Todos integran la llamada Junta de Defensa o de los Ocho, el núcleo de la conjura. Demandan beneficios para clases y soldados. Piden que no se les rebaje el sueldo y se les aumente en la medida de lo posible; que se incremente el monto de las pensiones. Quieren gorras de plato, polainas de cuero y dos botones más en la guerrera. Muy pronto el movimiento revela su matiz político: no hay que pedir lo que los sargentos mismos pueden agenciarse.

Avanza el complot y crece el número de los confabulados. Hay reuniones secretas en el Club de Alistados de Columbia y en el Hospital Militar. En la Gran Logia masónica y en la clínica Casuso, en la esquina de Toyo. Anudan los militares lazos con el Directorio Estudiantil, y, a través de Ramiro Valdés Daussá y Santiago Álvarez, con Pro Ley y Justicia. Se acerca Batista a Sergio Carbó, el periodista más popular de la Cuba de entonces, que prestará servicio impar a los conspiradores. Fue su consejero y divulgador desde las resurrectas páginas de su revista La Semana, clausurada por Machado. El semanario enarboló una consigna: «Todo el poder para los revolucionarios», llamamiento que unificó a soldados y estudiantes. Juntos derrocaron a Céspedes en la noche del 4 de septiembre.

Escribía el periodista  Enrique de la Osa, testigo de los acontecimientos: «Peripecia inusitada. En el tormentoso periplo histórico de América Latina, ningún caso semejante. (…) La sublevación de sargentos y alistados carecía de claras proyecciones políticas; no la orientaba una definida ambición de poder. Pero lo que parecía, en su gestación y proceso, dadas sus visibles señales, un movimiento de índole económica, clasista, devino un golpe de naturaleza política, revolucionaria. A fin de cuentas, reflejaba el ambiente insurrecto del pueblo».

Cambio de fecha

El golpe de Estado se planifica para el 8 de septiembre. El 4, Batista supone que ha sido descubierto y lo anticipa para esa misma noche. A las ocho tiene el poder prácticamente en las manos. A las nueve, Carbó lo insta a que sume al Directorio Estudiantil Universitario a la asonada. A la diez, Columbia, la fortaleza más importante de la nación, es ya un hervidero de civiles. A las dos de la mañana del día 5, todos los distritos militares se adhieren a la sedición y el Gobierno de Céspedes no existe. Surge la Agrupación Revolucionaria de Cuba y el nuevo régimen asume el programa político del Directorio.

Batista no fue originalmente el jefe del movimiento. Se dice que fue llamado a sumarse a la conspiración porque era el único sargento que tenía automóvil. Fue, sí, el más audaz de todos. Se adueñó del movimiento y tuvo el coraje de protagonizar el alzamiento en el propio campamento de Columbia, mientras que el resto,  incluso Pablo Rodríguez, enviado a Matanzas, aceptó el sitio y el papel  que él les asignó. En ausencia de Rodríguez, Batista dictó la orden en la que se designaba jefe del movimiento y su vocero. Nombró a Rodríguez jefe de Columbia y a López Migoya ayudante de Rodríguez. Pero no firmó el documento. Lo hizo Migoya como ayudante de Rodríguez, que permanecía ajeno a todo este asunto. Cuando regresó de Matanzas, Rodríguez dejó las cosas como estaban. Carecía de don de mando.

Mayoría de edad

De inmediato la Agrupación Revolucionaria da a conocer su primera proclama al pueblo. Dice que pretende la reconstrucción económica del país y la celebración de una asamblea constituyente. Promete un pronto retorno a la normalidad y asegura el castigo para los culpables del machadato. Protegerá la vida y las propiedades de cubanos y extranjeros, y asumirá las deudas y compromisos de la República. «Por considerar que el actual Gobierno (el de Céspedes) no responde a las demandas urgentes de la Revolución, la Agrupación Revolucionaria de Cuba se hace cargo de las riendas del poder», se asevera en la proclama y la firman Ramón Grau San Martín, Carlos Prío Socarrás, Carlos Hevia, Ramiro Valdés Daussá y Sergio Carbó, entre otros. También la suscribe Fulgencio Batista como sargento-jefe de las Fuerzas Armadas.

Se impone en Columbia la idea del Gobierno colegiado. Surge así la Comisión Ejecutiva o Pentarquía. Se distribuyen los pentarcas las funciones de gobierno. Estado y Justicia corresponde a Guillermo Portela, profesor de Derecho Penal y Decano de la Escuela de Derecho. La de Salud, Beneficencia, Instrucción Pública y Bellas Artes, a Grau San Martín, eminente clínico y profesor universitario. Hacienda, al banquero Porfirio Franca. Agricultura, Comercio y Trabajo, al abogado José Miguel Irisarri, y Comunicaciones, Gobernación, Guerra y Marina, a Carbó. La Comisión ratifica en su cargo de sargento jefe de las Fuerzas Armadas a Fulgencio Batista y nombra al teniente Emilio Laurent, jefe de la Policía.

De Columbia al Palacio Presidencial.

La Agrupación quiere comunicar a Céspedes, que es hijo del Padre de la Patria, que ha sido depuesto. En la cochera de la mansión ejecutiva esperan sus integrantes a que el Presidente los reciba. Suben al fin los pentarcas. Los acompaña Batista con sus galones de sargento y se les suma Prío, a quien de inicio no dejan entrar por ir en manga de camisa, pero alguien le presta una chaqueta.

Céspedes, de pie, los aguarda en su despacho. Es de una solemnidad pontificia. Nadie habla. Batista se esconde detrás de Carbó.

«¿Y bien, señores?», inquiere Céspedes. Grau da un paso al frente y dice: «Venimos a comunicarle que nos hemos hecho cargo del Gobierno y que es un honor para nosotros recibirlo de manos de un patriota como usted». Céspedes lo corta: «¿Quién los ha autorizado a eso?» Grau dice que cumple el encargo de la Junta Revolucionaria y, ante la pregunta de Céspedes precisa que esa Junta  la integran el Directorio Estudiantil, la Unión Revolucionaria, el ABC Radical, Pro Ley y Justicia… «¿Y se consideran fuertes esos grupos para destituir al Gobierno legal?», pregunta Céspedes. Y Grau: «Es que esa Junta la integran también todos los soldados y marinos del país».

Céspedes da un paso atrás y señala hacia  el retrato de su ilustre progenitor que presidía el despacho de los mandatarios cubanos. «¿Ignoran ustedes la responsabilidad que contraen?». Grau, en un gesto que haría habitual, se pone entonces las manos en la cintura y dice: «Hace años, señor, que cumplimos la mayoría de edad».

Continuará

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