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La tecla del duende

Hilos mágicos

Dos meses para honrar haciendo memoria, y con ella reponer dolor y pérdida. Eso prometimos a los tecleros el jueves pasado. Tiempo fecundo para convertir un vacío en renacimiento. Para que este espacio teja los hilos mágicos que le unan a la sensibilidad y el espíritu de los que habló Guillermo Cabrera el 20 de septiembre de 2001 en una crónica preciosa. Con ella iniciamos ese delicado ascenso:

No he tomado notas de estas vivencias. Como colofón del Curso de verano que ofreciera el profesor Douglas Laprade, de la Universidad Panamericana de Texas, visitamos la residencia de Ernest Hemingway, aprovechando la ausencia del dueño de la casa. Si aún fuera posible comprar fincas en Cuba, Laprade levantaría la suya junto a la de Hemingway, porque él forma parte de los nobles estadounidenses para los cuales respeto, amor y amistad, son palabras con hondo sentido. Al pie de la escalinata que conduce a la sala principal, encontré Hilos Mágicos, un trío de magníficos titiriteros sobre un escenario de peldaños. ¿Qué tal si bajaba de pronto el dueño de la casa a reunirse con los niños? Las risas poblaban la mañana. Tengo la sensación de andar por la vida conducido por hilos mágicos y no hay nada que satisfaga más. La mañana de ese día estuve trepado en una guagua con gente maravillosa. Por la tarde —vaya manera de aprovechar un día—, acompañé a Jesús, a Teresa y a Aniole a las tiendas. Las vidrieras son hilos mágicos que me devuelven a la infancia. Tenía un juego secreto: parado ante la tienda miraba durante un rato lo que se exponía, y al llegar a casa escribía todos los objetos que podía recordar; y al día siguiente, papelito en mano, verificaba el alcance de mi memoria. Hice algunas proezas. Entramos a Harris Brothers, uno de esos extraños lugares donde sientes la agradable sensación de ser tratado como persona honrada. No hay uniformados de cara ceñuda, no te obligan a pasar por un torniquete, no registran la bolsa, no percibes a cada paso la desconfianza. Alguien muy sagaz y con experiencia en el giro comercial me aseguró: «La mejor vigilancia es la que no se ve». Ese día cualquiera me detuve ante el elevador. La ascensorista: «Hasta aquí, por favor» y, en tono de broma, respondí: «compañera, acaba usted de dividir a una familia». Me dejó pasar, y vi en los ojos ese hilo mágico que hace alegre la vida. Se buscaban almohadas. Mi vista calculaba si sería capaz de recordar todo lo visto como en mis tiempos infantiles. Personas diligentes me rodeaban. Una de nombre Graciela voló al almacén para complacer la petición de una almohada. Disculpas sinceras por lo difícil de encontrar cómo envolver semejante artículo, agilidad para atender a un señor que acababa de comprar un colchón. El buen trato se respira, es como si la bondad pudiera olfatearse. Volví al ascensor, olvidado de la pequeña broma. La suave voz de la ascensorista: «¿Ya está dentro toda su familia?». Vi con toda claridad, brillándole en los ojos, el luminoso hilo mágico que nos cose el alma de alegría. Una vuelta más del hilo: la muchacha tomaba presurosa de las manos de una cliente un pesado paquete, lo colocaba sobre sus rodillas, y le aliviaba la carga durante el descenso.

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