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Del cuento del gato a un premio merecido

Un maestro que estuvo en Nueva York, en las montañas de la Sierra Maestra y en incontables lugares, narra experiencias de su vida, que incluyen el Premio Nacional de Pedagogía

Autor:

Osviel Castro Medel

BAYAMO, Granma.— Su primer día de clases fue tremendo. Llegó a un aula capitalina con el ímpetu de un joven preparado, deseoso de mostrar sus conocimientos, pero un alumno de segundo grado lo sacó de paso.

«El niño se quedó mirándome y me preguntó: “Maestro, ¿cuánto es cinco más cinco?” Le respondí: diez. Él me contestó rápido: “Usted come gato y yo bistec”. Toda el aula se fue abajo de la risa mientras a mí me subía la impotencia por el cuerpo», cuenta él con una sonrisa.

Transcurría el curso 1966-1967 y ese docente, graduado con el rigor que implicaba ser un maestro Makarenko, formado después de muchas vicisitudes y con una disciplina extremadamente rigurosa, se llamaba  —se llama— Guillermo Calixto González Labrada, el mismo que este año recibió en el Aula Magna de la Universidad de La Habana el Premio Nacional de Pedagogía 2022, por su inmensa contribución más allá de los pupitres.

«En aquella primera clase aprendí que no basta con el conocimiento, pues hay que saber las individualidades del grupo y es importante imponer respeto con afecto», reflexiona hoy este hombre, nacido en Bayamo el 14 de octubre de 1950.

Desde esa lección hasta el presente han sobrevenido incontables episodios que ensancharon la vida de Guillermo, un ser conversador y devorador de libros, quien desde 2006 es Doctor en Ciencias Pedagógicas.

Entre esos pasajes ejemplares guarda en su memoria los que vivió en Nueva York desde 1997 hasta 2001, cuando impartió clases a los hijos de los diplomáticos cubanos de la Organización de Naciones Unidas (ONU); o los que pasó en intrincados lomeríos de Bartolomé Masó durante las experiencias piloto del Programa Educa a tu hijo, surgidas en los años 80 del siglo pasado.

«Tengo muchos recuerdos de la ONU, donde un día estuve bien cerca de Fidel, con una emoción inmensa. Pero tampoco olvidaré los días en las montañas, símbolos de las transformaciones sociales y culturales que llegaron con la Revolución», comenta González Labrada, quien llegó a ser durante varios años director provincial de Educación en Granma.

Este profesor de Matemáticas, jubilado, pero no retirado, porque se mantiene como pedagogo en la Universidad de Granma, ha sido tutor de más de 40 profesionales que alcanzaron la categoría de máster y de nueve doctores en ciencias.

«Resulta una labor complicada porque es el choque de dos subjetividades, la del tutor y la del aspirante; y en ocasiones cuesta trabajo ponerse de acuerdo», expresa  el reconocido catedrático a JR, que tuvo el privilegio de entrevistarlo en su casa, donde resaltan cuatro fotos del Comandante en Jefe. En tres de estas aparece él.

—¿En qué pensó cuando recibió el Premio Nacional de Pedagogía?

—Fue en abril, en el Aula Magna de la Universidad de La Habana. No veo este premio personalizado, es una entrega simbólica a mi individualidad, pero es de todos los que en algún momento fueron mis compañeros de labor, también de mis alumnos, que han sido sujeto y no objeto de mi incesante investigación.

«Y pensé, especialmente, en mi familia, en mis padres, que me permitieron ser alfabetizador popular cuando apenas tenía 11 años. Ellos mismos, con la resistencia propia de la época, me autorizaron a irme lejos de la casa para convertirme en maestro y me inculcaron el hábito de lectura y la preparación, pues no querían ver repetidas en mí sus carencias culturales. Soy el mayor de seis hermanos —dos hembras y cuatro varones— y todos estudiamos. Eso se lo debemos a nuestros padres».

—Usted es Doctor en Ciencias hace 17 años, tuvo que esperar para que llegara ese anhelado título. ¿Qué le diría hoy a quienes lo alcanzan en plena juventud?

—En mi época para cumplir ese sueño tenías que ser viejo, un joven no podía doctorarse; y había que acudir a tribunales en La Habana, después en Santiago. Hoy existe la posibilidad de ser doctor en la juventud y eso me parece muy bueno; me niego a confrontar la juventud contra la vejez porque en mis años mozos sufrí las consecuencias de aquellos estigmas. Nadie debe pasar por alto que el conocimiento es infinito.

 

Guillermo, en el aula magna de la Universidad de La Habana, después de recibir el premio nacional de Pedagogía 2022. Lo acompañan, de izquierda a derecha, su hija Lena, su sobrino Ernesto y su esposa Sol Ángel. Foto: Cortesía del entrevistado

«Respondiendo tu pregunta, suelo remitirme a Fidel, quien, en el prólogo de uno de los libros del teólogo brasileño Frei Betto, expone que cuando el fraile visite de nuevo Cuba tendrá que contender con su ignorante amigo. Eso significa que el líder de la Revolución, un hombre de una cultura extraordinaria, jamás sintió que sabía lo suficiente; todos somos ignorantes, en el sentido de que necesitamos ampliar cada día nuestra cultura, que nunca debemos emplear un título para llenar nuestra vitrina sin seguir superándonos».

—¿Además de esa anécdota del primer día de clases, cuál otra calificaría de inolvidable?

—Cuando mi esposa, Sol Ángel Paneque, y yo, estábamos trabajando como maestros primarios en un aula multigrado de la escuela primaria José Martí, de la misión cubana ante las Naciones Unidas, en la ciudad de Nueva York, Fidel fue hasta allí. Fue en septiembre del año 2000. Él intercambió con mi esposa, con los diplomáticos, los niños… y recuerdo con agrado a Daniela, una pequeñita de la edad del círculo infantil que tenía en sus brazos un ramo de flores. Fidel le preguntó para quién era ese ramo; ella le respondió: «Para ti». Entonces él le dijo: «¿Por qué no me lo das?», a lo que ella contestó: «Hasta que no se cante el Himno». Entonces el Comandante, enérgico y risueño, contó hasta tres y cantamos el Himno. Todavía esa imagen de Fidel la tengo grabada en mis ojos.

—Hay un debate sobre el empleo de las llamadas nuevas tecnologías en las aulas porque, como mismo sirven para acceder a internet y ampliar las fuentes, también se prestan para «el corta y pega»…

—Necesitamos las nuevas tecnologías y especialmente internet. Yo digo que nos hace falta una mejor cultura informática. Hay mucha gente enviciada con los celulares, pero un teléfono móvil es capaz de convertirse en un arma valiosa cuando se emplea para el bien colectivo. Un alumno puede hacer grabación de una buena clase en un teléfono y socializarla después, o verla después cuantas veces desee.

—En algunas personas existe la percepción de que es más fácil acceder a una maestría vinculada a la pedagogía que en otras esferas.

—Toda obra es compleja porque resulta difícil ser arquitecto, ingeniero, periodista, médico o pedagogo. Las barreras entre lo fácil o lo difícil son discutibles, por eso no deben juzgarse desde un campo ajeno las especificidades de otra especialidad.

—Ha sido maestro y profesor en Camagüey, La Habana, Granma, Nueva York… Después de todo, ¿cuáles son sus insatisfacciones?

—No haberme hecho Doctor en Ciencias antes y no haber traducido en conocimiento toda la información que me llega diariamente mediante los periódicos y libros.

—¿La tristeza más grande?

—Cuando veo a uno de mis alumnos por la calle y tengo que acercármele para decirle: «Joven, ¿usted no se acuerda de mí?».

—¿Las mayores dichas?

—Haber formado una familia junto a mi esposa, Sol Ángel. Ya llevamos 49 años. Una familia que me ha apoyado siempre, con dos hijas profesionales, dos nietos adictos al celular, aunque muy buenos. Haberme identificado con el pensamiento de Fidel y haber ayudado a formar a muchos hombres y mujeres, más allá de las promociones y calificaciones.

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