Con la muerte del doctor Jorge Calvera Rosés, Cuba pierde a uno de sus grandes arqueólogos. Autor: Archivo de JR Publicado: 11/10/2025 | 10:33 pm
Cuando levantabas el auricular, una voz ronca, con acento fingido, decía: «Oiga, este tu niño: por aquí la CIA, la CIA. ¿Me escucha?». Y no hacía falta mayor presentación. Porque, ya por el tonito y el vozarrón, sabías que al otro lado de la línea estaba, muy orondo, muy sonriente, muy jodedor, nada más y nada menos que el doctor Jorge Calvera Rosés, el descubridor de un buen número de asentamientos aborígenes en Cuba, el hombre que tenía en sus manos una parte de los misterios de los primeros emplazamientos de la Real Villa de Santa María del Puerto del Príncipe, uno de los especialistas que ubicó la encomienda del padre Bartolomé de las Casas y el arqueólogo que, junto al doctor David Penderghast, descubrió los restos de una gran aldea taína en el norte de Ciego de Ávila.
Lo que seguía después era un diálogo impublicable. Pero un diálogo que iba y venía entre noticias de actualidad, de lo último en política internacional y, sobre todo, de mucha Historia. Un diálogo, que, si un extraño intentaba seguirlo por las formas, sencillamente se iba a escandalizar; porque en la conversación, lo serio estaba, cuando menos, salpicado por la irreverencia.
Y ahí estaba una de las claves de su personalidad. La risa. La broma constante. El desmontaje de lo serio. El de llevar la contraria porque sí, porque yo quiero, porque de algo hay que reírse.
Por eso, a la hora de escribir los informes de una investigación, para él la introducción no era introducción sino desviación, el desarrollo se cambiaba por subdesarrollo y las conclusiones debían aparecer como confusiones.
Sin embargo, lo que pasaba ahí era un detalle: Calvera hablaba de esa forma, no porque era bromista congénito, sino porque en él estaba el hombre poseedor de una cultura enciclopédica, que había tocado el pasado de Cuba con sus propias manos. No era lo que a mí me habían contado o lo que otros dijeron, sino lo que yo descubrí, desenterré, demostré, lo que leí en horas interminables de lecturas de documentos originales, muchos consultados por primera vez.
Y aquí aparecía la otra parte. La del investigador que llevaba el rigor y el trabajo a límites extremos. Quienes lo conocieron, en ocasiones le resultaba difícil conciliar las dos personalidades: la de bromista con ese otro que podía parecer un sargento del ejército prusiano. Ahí el jodedor criollo desaparecía para dar paso al otro.
Un día, a la caída del sol, sentados los dos solos sobre una piedra frente a la playa de Cayo Coco, me explicó la razón. Se había terminado una jornada dura de trabajo por los cayos, y donde las piezas encontradas empezaban a validar su teoría de que los aborígenes asentados en Los Buchillones habían recorrido los cayos del norte de Ciego de Ávila. Jorge apoyó el mentón sobre la empuñadora de su bastón.
—La arqueología es dura, cuadrito —dijo con la vista fija en el mar—. Muy dura. Por eso no te puedes equivocar.
Y así había que aprender a quererlo. Porque bajo esa premisa fue que descubrió el potencial arqueológico de Los Buchillones, el único lugar en la zona del Caribe donde se han encontrado los restos de una aldea taína. Un tesoro, con el cual soñaba verlo un día convertido en Patrimonio de la Humanidad.
—Es que ahora sí se puede saber cómo vivían ellos. Ahí están sus casas, todo —decía con la mesa de la casa llena de mapas y planos.
Lo encontrado, algo muy pálido comparado con lo que realmente existe bajo las aguas y las marismas de la costa, lo llevó a formular otra teoría: la posible existencia de una confederación de cacicazgos en Cuba. La salud no le permitió avanzar en los trabajos.
Y ahora aparece lo inevitable. Que te fuiste, y con su muerte, las autoridades y la comunidad científica del país contraen la responsabilidad de preservar su papelería. Ahí están las rutas para profundizar en una investigación que mucho puede decir y, posiblemente, hasta cambiar las nociones sobre nuestros aborígenes. Sería el mejor homenaje que se le pudiera hacer. El verdadero. Y por mi parte, no te preocupes Jorge. Aun cuando los teléfonos callen, yo seguiré esperando tus llamadas.