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Con los ojos fijos en la altura (+ Galería)

Se estrena en el cine Chaplin, José Martí, el ojo del canario, una de las películas cubanas más esperadas del último lustro. Fernando Pérez y sus talentosos colaboradores demuestran que la ansiosa espera estaba justificada

Autor:

Joel del Río

Lo primero que debe agradecérsele al drama biográfico-histórico, que no épico, José Martí, el ojo del canario, el más reciente largometraje de ficción producido por el ICAIC y dirigido por Fernando Pérez, es su notable distanciamiento del didactismo, la afectación y los excesos librescos o teatrales que suelen permear numerosas películas cubanas y latinoamericanas de época. Esta tendencia a la hagiografía y la exégesis sin matices ha sido con frecuencia la fórmula elegida por el audiovisual cubano cuando se trata de la adaptación de obras literarias reconocidas, o de revalidar las acciones que marcaron la vida ilustre de aquellos que construyeron o dignificaron la nación.

Desde el título, y las primeras secuencias, se pone en claro que los códigos expresivos escogidos por Fernando Pérez, el director-guionista; el fotógrafo (Raúl Pérez Ureta en una labor que si fuera única bastaría para haberle conferido el Premio Nacional de Cine) y el director de arte (Erick Grass en uno de sus más soberbios trabajos), se afilian al realismo y el naturalismo, más que al pulimento típico del llamado custome drama y mucho menos a la epopeya rimbombante. Así, puede decirse que existen muy pocas películas cubanas que muestren la época colonial tan desarrapada, tenebrista y opresiva como se ve en esta película, en sintonía con el acercamiento medularmente desmitificador que se plantearon sus hacedores.

El Apóstol de la Independencia, el mayor poeta y escritor con que haya contado la Isla, «el misterio que nos acompaña», según lo nombró su seguidor José Lezama Lima, es mostrado en el proceso iniciático de entender el mundo, con todos los miedos, incertidumbres, inseguridad y pequeñeces que enriquecieran el genuino y orgánico perfil de un ser humano cuyo martirologio, y trascendencia histórica, se inicia justo en el momento en que concluye la película. Me refiero al presidio político. Es decir, que Fernando Pérez, como Walter Salles en Diarios de motocicleta, se refiere más a las primeras experiencias, al inicio del camino que a los momentos de consagración y trascendencia del personaje histórico biografiado.

Fueron muchos los riesgos que lograron solventar los creadores que participaron en este proyecto. Vencieron los peligros, siempre acechantes, de que el vestuario de época pareciera disfraz y no ropa cotidiana, de que la imagen íntima, juvenil, o doméstica de Martí distara océanos del ser estoico y consagrado sobre el cual cada cubano tiene una imagen nítida, y, sobre todo, se propusieron exaltar ciertas constantes que signan la niñez y adolescencia de la mayor parte de los seres humanos, incluidos los potenciales espectadores. De modo que, a través de este muchacho muchas veces abstraído y ausente, taciturno y melancólico, el filme está apelando al eterno adolescente que todos llevamos dentro: rebelde, cuestionador de los padres, informulado, contradictorio, inseguro.

Además de reconocer que el filme venció los principales escollos que se alzaban ante un proyecto por encargo, de matriz eminentemente televisiva e historicista, críticos y espectadores pueden encontrar una creación afincada en la sutileza y la profesionalidad, digna sucesora de una creación autoral indiscutiblemente distinguida —la mayor parte del público y de los críticos reconocen a Fernando Pérez entre los mejores cineastas latinoamericanos del presente—, además de que restaura la excelencia del cine histórico realizado en Cuba, dentro de una tradición donde se engastan clásicos como Lucía, La primera carga al machete, La última cena, El otro Francisco, Cecilia y El siglo de las luces.

Fernando Pérez consiguió deshacer por completo la supuesta imposibilidad de que el audiovisual cubano biografiara admirablemente, desde la complejidad y la humanización de las efigies, a su Héroe Nacional, y nos presenta al aprendiz del libertador más que al prócer mismo, nos muestra a un ser en franco crecimiento y expansión. Ni santificado ni estatuario, ni mucho menos atrapado en las costumbres del remoto siglo XIX, este Martí adolescente, escolar sencillo, muchacho común, miedoso, tímido, casi prosaico, también aparece ennoblecido, básicamente, por su pasión por el conocimiento, la aguda sensibilidad, el temperamento poético, y el amor indoblegable a la libertad. El balance de características positivas y «negativas» favorece la identificación. Debe decirse que el apogeo de las señales dirigidas a ganarse la empatía del público actual se perfila, en los dos últimos segmentos de los cuatro que conforman la película, cuando se desarrolla el conflicto principal del filme: la contradicción entre el iluminado, el adalid, el perseguidor de utopías estrelladas, y los impostergables requerimientos domésticos de una familia numerosa y muy pobre.

Desconozco si los creadores de este filme pretendieron acceder al Parnaso que habitan los mejores cineastas y películas de Cuba. Me imagino que no, porque los conozco y tales vanidades jamás se cuentan entre sus móviles impulsores. Pero habrá que reconocer, sin medias tintas, que José Martí, el ojo del canario entretiene y comunica, ilustra y conmueve, además de entregarnos un retrato plausible de un hombre libre, alguien que se impuso la tarea de luchar contra todo menoscabo que sufrieran la libertad y el derecho a pensar y a actuar sin hipocresía. Además, nos presenta un plantel admirable de actores muy inspirados y sinceros. Porque una parte importante de los aciertos está relacionada con las interpretaciones, desplegadas por partida doble, primero con el cuerpo y el rostro, y luego con la voz, pues sabido es que el filme debió someterse a un angustioso y prolongado proceso de doblaje integral.

Los muy jóvenes y aptos Damián Rodríguez y Daniel Romero compartieron escenas con la reciedumbre casi operística de Broselianda Hernández y Rolando Brito, quienes encarnan a Leonor Pérez y Mariano Martí desde la absoluta solvencia de sus recursos histriónicos, y la emoción más interior que, evidentemente, les suscitó interpretar a una madre amorosamente posesiva y a un padre honrado pero autoritario. Ambos se oponen a los propósitos patrióticos y emancipadores de su hijo, y apenas comprenden el afán de altura moral e intelectual que alienta al muchacho. De la contradicción entre los progenitores y el vástago saca la película sus mejores momentos dramáticos e histriónicos.

Una vez reconocidos los valores, vale señalar defectos pequeños, aunque debo reiterar que la película toda, como concepto estético y propuesta de pensamiento, vale más que sus imperfecciones. La división en cuatro capítulos me parece improcedente, en tanto segmenta sin necesidad el fluir narrativo, e introduce un distanciamiento manierista y forzosamente simbólico. Como también distancian, sin demasiado sentido aparente, la colocación de signos referidos a la obra posterior del personaje, como la amistad con el esclavo que lo adentra en el conocimiento de la naturaleza cubana (desplayada en el diario que escribió hasta Dos Ríos), la presencia del canario amarillo para subrayar redundantemente lo que ya sabemos, o imaginamos; la mujer en la orilla del mar con una niña en brazos, como apuntando una escena que le inspiraría los célebres versos... en fin, varios momentos donde la narración se paraliza o se solemniza, y se pierde ese trazo gracioso, cotidiano y realista con el cual se dibujan los albores de la biografía insigne.

También me parecieron excesivamente contemplativos, y tendientes a la metáfora obvia, o al panteísmo de libro de texto primario, los dos primeros segmentos. La segunda mitad de la película resulta mucho más rica desde el punto de vista dramático, aunque decae en el mismo final con una sujeción a las convenciones del cine histórico (grafismo que informa sobre el destino del personaje, voz en off, trascendentalismo de imagen detenida) que no esperábamos de tan arriesgada película. Porque estamos en presencia de una obra que entrañaba enormes riesgos de todo tipo, y el rostro adolorido, elocuente, del Martí de los grilletes y el presidio, acompañado por los acordes de La Bayamesa «rota», como la llaman Fernando Pérez y Edesio Alejandro (quien se vio precisado a reconstruir los sonidos y silencios de toda una época) resultaba suficientemente emotivo como para solemnizar el epílogo con pleonasmos de significación y observaciones historicistas harto conocidas. Y todo ello me resulta doblemente abrumador cuando uno recuerda dos momentos extraordinariamente bien conseguidos y muy cercanos al final, dos fragmentos cercanos a lo excelso, cuando el padre y la madre, cada uno por su lado, visitan al joven confinado.

Aseguraba José Martí, en una carta escrita en 1881, que «cuando se tienen los ojos fijos en lo alto, ni zarzas ni guijarros distraen al viajador en su camino». A la película habrá que reconocerle el mérito de poner los ojos en la altura sin desconocer, en ningún instante, los tamaños obstáculos que pudieron entorpecer el paso del héroe. Y desde este punto de vista, el filme parece cuajado de referencias visuales y simbólicas pletóricas de sentido. José Martí, el ojo del canario es profunda y conmovedora, triunfa sobre todo a la hora de mostrar la vida humilde y cotidiana, al igual que Suite Habana. Quiso ser cubanísima, y comprometida con el destino de la familia y la nación, como Madagascar y La vida es silbar. Atiende a las facetas más comprensibles, usuales y vulnerables de sus personajes, al igual que Clandestinos, Hello Hemingway y Madrigal. Es, en fin, otra espléndida película de Fernando Pérez, opus consagrado a destacar no solo las palpitaciones iniciales de su joven protagonista, sino la respiración emancipadora de todo un país, el sentido de libertad y soberanía que inflama el pensamiento de los cubanos de siempre.

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