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De tres en tres desfilan las leyendas

Estrenos que exaltan mitos de la cultura mediática norteamericana: el documental que muestra los ensayos del último concierto que iba a realizar Michael Jackson; el dúo cinematográfico integrado por Leonardo Di Caprio y Martin Scorsese, y la biografía fabulada del músico estrella de la música llamada country, Jeff Bridges

Autor:

Joel del Río

Entre los estrenos actuales y más recientes se cuenta la tríada de títulos dedicados a exaltar algunos mitos arraigados en la cultura mediática contemporánea, en especial norteamericana: Michael Jackson en concierto; el dúo cinematográfico integrado por Leonardo Di Caprio y Martin Scorsese, y la biografía fabulada de un músico estrella dentro de la música llamada country, el equivalente más cercano al concepto de folclor que posee el pop norteamericano.

This is It o Esto es todo se titula el documental (y el disco póstumo) que muestra los ensayos para el último concierto en vivo que iba a realizar Michael Jackson el pasado verano en el O2 Arena de Londres, con todas las entradas vendidas, cuando lo sorprendió la muerte el 25 de junio de 2009. Diciendo lo anterior queda claro que se trata de uno de esos documentales performáticos, que se ocupan en registrar la actuación trascendental de un músico, y que se trata de 111 espectaculares minutos que agradecerán, sobre todo, los incondicionales de este artista, los convencidos por completo de su divinidad y supremacía artística cuando reta la gravedad haciendo de gangster en Smooth Criminal, o canta y baila con pasos de zombie convulsivo en Thriller. Michael Jackson está visto en tanto símbolo de la música pop contemporánea, el músico imprescindible en la banda sonora de los años 80. Apenas existe un modo de entender musicalmente esa década, y los primeros años 90, sin recurrir a canciones como Billie Jean, Man in the Mirror, Dangerous o She’s Out of My Life, por solo citar mis favoritas.

Dirigido por Kenny Ortega, un veterano realizador de videoclips y de cine vinculado a la carrera de Jackson, el documental se niega a la indagación psicológica o al testimonio cuestionador, porque solo pretende rendir tributo al artista que barrió con todas, absolutamente todas, las barreras remanentes y segregacionistas de música negra y música blanca, más allá de sus excentricidades, publicitados vicios y obsesión con la cirugía plástica. This is It deja fuera todo ello y solo presenta al divo creando sobre la escena, al hombre construyendo la magia escénica y mediática que le confirió mitológica estatura en la cultura del siglo XX.

A mí me basta con esta presentación, porque tiene que ver con mi vida, mis nostalgias y con la edad de la inocencia, según la vivió mi generación. Pero deben haber muchísimos espectadores a quienes no les interese para nada tan aparatoso homenaje a un músico bastante controvertido.

También sobre música y músicos trata Corazón rebelde, biografía musical fabulada y pensada en términos de aportarle mayor gloria a Jeff Bridges, quien interpreta a un cantante de música country en decadencia, que ha dejado atrás muchas mujeres, un hijo con quien no se comunica, y la extremada afición al alcohol. Ante la posibilidad de que una joven periodista lo entreviste, el cantante vuelve a tener razones para querer regenerarse, hacer canciones, alentar ilusiones y dejar de beber.

Nominada al Oscar en los renglones de mejor canción, mejor actriz de reparto (Maggie Gyllenhaal) y mejor actor protagónico, que finalmente ganó Bridges, pues lo habían postulado cuatro veces sin acabar de entregarle la estatuilla, la película representa la ópera prima del actor Scott Cooper, que al parecer se consagró mayormente en la espléndida actuación de Bridges, mientras que los demás rubros derivan en el realismo cuidadosamente balanceado, que se acerca a elementos controversiales de la cotidianidad pero desde una perspectiva en exceso simplificadora y rutinariamente optimista. La vejez, la fama perdida, el amor duradero o la responsabilidad familiar son temas sobrevolados por un guión que, eso sí, le suministra poderosas oportunidades de lucimiento a un buen plantel de actores entre los cuales reina Jeff Bridges.

Y hablando de mitos y actores. Los más informados y conocedores del cine norteamericano sabrán ya que Shutter Island (La isla siniestra, 2010) dista un océano de ofrecer a su director, Martin Scorsese, ni a su actor protagónico, Leonardo DiCaprio, en la cúspide de sus posibilidades. Lo cual no quiere decir, de ninguna manera, que estemos en presencia de una película inapreciable o disfuncional. El team actor-cineasta que nos entregó Pandillas de Nueva York, Aviador y Los infiltrados conocen a la perfección el oficio, y saben cómo salir airosos de cualquier empresa, aunque la prueba sea muy complicada, como es el caso.

Shutter Island combina los más diversos y paradójicos géneros: es un retro (ocurre en el verano de 1954), thriller criminal (dos agentes judiciales son destinados a una remota isla para investigar la desaparición de una peligrosa asesina), carcelario (la asesina estaba recluida en un centro penitenciario para criminales perturbados) y, por si fuera poco, también toca los ribetes del cine fantástico y de terror, sobre todo en cuanto al desenlace macabro y sobrenatural que se le suministra a un filme que había cumplido, mayormente, las convenciones del realismo. Es difícil negar que el viaje propuesto es excitante, turbador y magistralmente ambientado, pero la excursión también cansa, exagera, satura, y deja la incómoda sensación de que se toman demasiado tiempo para relatar una historia cuyo acto final es precipitado, extremo y demasiado drástico, en la clave de Sexto sentido o de Los otros, pero sin el sortilegio de la intriga ni el crédito narrativo que ofrecían estas dos.

La maestría de Martin Scorsese está demasiado probada como para que a la altura de su filme número 45 se ponga en duda, ni con esta película (que, insisto, no es un error total ni mucho menos) ni aunque realizara muchísimas películas infames e insalvables.

El norteamericano de ascendencia itálica ha puesto en escena por lo menos cinco clásicos indiscutibles del cine norteamericano contemporáneo (Alicia ya no vive aquí, Taxi Driver, Toro salvaje, Goodfellas, La edad de la inocencia), y si bien aquí opta por la artesanía atenta, y los encerramientos góticos, emotivamente distanciados, en cuanto a dirección de arte, habilidad para sostener el suspense, y a la mayor parte de las caracterizaciones, se mantiene dentro de un nivel bastante por encima de lo decoroso.

Si bien las interpretaciones de La isla siniestra se mantienen equilibradas y correctas, ya cansa por reiterativa y obligatoria la insistencia de DiCaprio (o la del director y los productores) en tratar de convertirlo en el espigado y blondo sustituto de Robert de Niro. Conste que al protagonista de Titanic le faltan algunas raciones extra de la expresividad, el talento verista, la entrega y versatilidad, la excelsitud casi demencial que convirtió a De Niro en el mejor actor norteamericano de los años 70 y 80. Es un problema de intensidad y de genio, que se tiene o no se tiene. Por supuesto que DiCaprio sabe actuar, pero carece de la capacidad para convertirse en esos personajes obsesivos con un lado oscuro que le exige Scorsese. Aunque el director evidentemente tiene otro criterio, y lo sobrevalora una y otra vez entregándole personajes que lo rebasan.

Vacío ejercicio demostrativo de las habilidades para cumplir su cometido, profesionalmente, por parte de todos los implicados, esta película se concentró tal vez demasiado —y semejante empresa le toma demasiado tiempo y esfuerzos a los numerosos creadores aquí reunidos— en crear una atmósfera tensa, intrigante, y cuando al final se aclaran todos los misterios, y se resuelve la pregunta suspendida, las expectativas se hincharon tanto que el desenlace solo puede decepcionar al más conformista de los espectadores. Porque le deja un sabor a decepción cuando una trama más o menos realista recibe una solución de índole fantástica, onírica, paranormal o de especulación científica.

Ante el final de esta película, ocurre la misma decepción que han sentido millones de espectadores ante el facilismo con que concluyó la serie televisiva Lost, cuyas primeras temporadas se exhibieron en Cuba.

En la cuerda de un Alfred Hitchcock, o del Kubrick de The Shining, pero con mucha menos naturalidad y dominio del género thriller o del terror sicológico, La isla siniestra confunde los límites entre realidad e ilusión, monstruosidad y humanismo, para discursar finalmente en torno a dos temas esenciales: la locura y la paranoia, los dos grandes temas que atraviesan la filmografía de Scorsese desde sus primeros cortos, y películas independientes, realizadas a finales de los años 60. Solo que en esta nueva realización de uno de los más grandes cineastas norteamericanos de todos los tiempos el tratamiento de tales motivos es confuso, somero y discordante.

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