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Presentó grupo espirituano pieza teatral Triángulo en la capital

La obra reúne a tres singulares personajes en medio de una intensa madrugada en la cual estos desconocidos se prodigan en confesiones sobre sus intimidades más hondas. Un parque del barrio del Vedado, resulta el sitio de encuentro para las criaturas de la ficción

Autor:

Osvaldo Cano

Entre los espectáculos que llegaron este verano desde las diferentes ciudades del país, para animar la cartelera teatral capitalina, se cuenta Triángulo. La pieza de Amado del Pino —estrenada hace algo más de un lustro por Vital Teatro— arribó en esta ocasión a la salita de Ayestarán y 20 de Mayo, gracias a los esfuerzos de Cabotín, colectivo espirituano que encabeza Laudel de Jesús.

Triángulo reúne a tres singulares personajes en medio de una intensa madrugada en la cual estos desconocidos se prodigan en confesiones sobre sus intimidades más hondas. Un parque del barrio del Vedado, resulta el sitio de encuentro para las criaturas de la ficción. Allí entablan un sabroso juego intertextual y en medio de décimas, refranes o rondas infantiles, van  relatando las penas que los agobian.

Gracias a esta suerte de terapia grupal, muy a tono con nuestra idiosincrasia, conocemos que Miriam cuidó durante una buena cantidad de años a una anciana con la esperanza de heredar su vivienda y ahora, en pleno funeral, observa impotente cómo los hasta entonces esquivos parientes quieren hacer valer sus derechos. Ella es una mujer que ronda los 40 años y siente, con una mezcla de zozobra y dolor, cómo la juventud se le escapa sin haber fundado una familia. Pablo sostiene una resuelta lucha contra el acoso del alcoholismo, enfermedad que ha hecho desmoronarse sus sueños y conquistas, mientras que Cuquito, quien ha heredado, viajado, malgastado..., está tan arraigado a sus esencias campesinas, que solo anhela retornar a su entorno rural aún al costo del desmembramiento de un matrimonio que se tambalea.

No hay dudas de que las claves presentes en el texto resultan cercanas y asequibles a Laudel de Jesús, cosa esta que demuestra con el montaje. La puesta es limpia y franca, fiel al texto que recrea con sencillez y economía de medios. El director no se lanza a jugar con la obra, a buscarle nuevos sentidos, sino que la sigue muy de cerca, la ilustra sobre las tablas. Al hacer esto desentraña los acertijos que Triángulo le plantea al espectador, pone de relieve sus esencias más hondas, la mezcla entre lo rural y lo citadino, el regodeo en zonas diversas de la cultura o los dilemas que afrontan los personajes cuyo sustrato es nuestra propia realidad. Precisamente estos, junto a la capacidad para aglutinar y conducir a una tropa joven y laboriosa, son los mayores méritos del director y el espectáculo.

La puesta renuncia a la escenografía, lo cual viene siendo casi una costumbre —lamentable por cierto—, provocada en ocasiones por las carencias, pero en otras por la falta de preocupación de los directores por nuclear a su alrededor a un equipo de profesionales en las diferentes artes que confluyen en el teatro. La iluminación, el vestuario y la banda sonora van a constituirse en el principal punto de apoyo de los actores y de la propuesta escénica en su integralidad.

Las sobrias, y por momentos incluso severas, luces de Bernardo Rodríguez, destacan las diferentes zonas en que transcurre la acción al tiempo que significan la nocturnidad del acontecer dramático. La banda sonora, del propio director, acude a la música tradicional, se mantiene en un segundo plano reforzando por el canal auditivo tanto el mundo sensorial contenido en el texto como varias de las ideas defendidas en él. El vestuario, diseñado por los miembros de Cabotín, es sencillo y consigue su intención de mostrarnos al menos el costado más persistente y hasta polémico de los personajes.

Lo más interesante de esta propuesta estriba justamente en el trabajo de sus tres jóvenes actores. Provenientes de una plaza casi anónima, teatralmente hablando, los intérpretes de Triángulo tienen el mérito de la naturalidad a la hora de incorporar sus respectivos roles: Anna García, Andy Álvarez y Piky Quintana se apropian de las penas e incertidumbres de tres criaturas bien distantes respecto a sus edades y experiencias. No obstante, defienden a sus personajes con vehemencia, poniendo de relieve sus rasgos particulares.

Álvarez asume al guajiro perspicaz, para lo cual encuentra un tono de voz, un conjunto de posturas y una gestualidad caracterizadoras. García labora con una mezcla de coquetería e incertidumbre, de rudeza y desamparo muy a tono con las emociones que vapulean a Miriam. Y Quintana apuesta por la interioridad a la hora de concebir al desgarrado alcohólico que lucha a brazo partido contra su enfermedad.

El arribo de Cabotín a La Habana permitió al público capitalino confrontar con un novel colectivo empeñado en abrirse paso en los escenarios de la Isla. Su interés por la dramaturgia cubana, su laboriosidad y la seriedad con que asumen su profesión, constituyen aspectos que no solo los definen sino que los convertirán en noticia con regularidad.

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