Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Relatos entre gaitas y wayúu

En un lugar de máscaras y tradiciones, florecen bonitas peleas al compás de tambores

Autor:

Osviel Castro Medel

MARACAIBO, Zulia, Venezuela.— El alboroto era grande cuando llegamos. Ya estaba al arrancar el espectáculo que, con el bullicio de los niños, los preparativos de los trajes exóticos y el movimiento impaciente del público, tenía tintes de carnaval.

Entramos sigilosamente, después de casi dos horas de rueda para vencer el complicadísimo tráfico de Maracaibo al filo de las 4:30 de la tarde. Así llegamos a la urbanización Rafael Urdaneta, en el municipio de San Francisco.

El lugar es un complejo de edificios, construidos por el Gobierno Bolivariano para unas 2 300 personas que antes vivían sin vivir en disímiles lugares próximos (Alta Guajira, El Marite, El Silencio, Los Cortijos, El Callao...). Allí, en medio de la cancha deportiva techada, comenzó todo.

La agitación de la gente se fue diluyendo cuando sonaron los primeros acordes de una gaita zuliana, un ritmo que es símbolo en el estado. Los presentes, ya organizados, quedaron a la escucha, como esperando algo nuevo.

Y en realidad vendría después un suceso extraño: un hombre vestido con atuendos llamativos salió ante el público, dio media vuelta y retó a una mujer; ella fue rápido a su encuentro, y así se enfrentaron. Pero la pelea dio gusto, porque era de oscilaciones corporales, de gestos, de colores y posturas.

Bailaban —supimos después— una yonna, danza hermosa de los indios wayúu, que ha perdurado hasta hoy por encima del tiempo y de transculturaciones.

Coincidencia

Tienen entre 25 y 28 años de edad. Sus nombres: Lorianne Rodríguez, Alicia Atencio, Chelín Piñeiro, Liset Sosa, Zeida López, Yanet Montano y Marilín Pedroso. Las encontramos en una esquina de la cancha, casi en la arrancada de la fiesta.

Son instructoras de arte de la Brigada José Martí, procedentes de distintas provincias cubanas y, al vernos, sonrieron. Lorianne, especialmente, se «asustó» con alegría porque en 2008, desde el intrincado barrio de El Bolo (en la provincia de Granma) «saltó» a las páginas de este mismo periódico para contar parte de su historia como una de las mejores brigadistas del país. Y chocar de nuevo con JR, tan lejos de la Patria, le pareció una casualidad del tamaño del lago Maracaibo.

«Somos 30 brigadistas jóvenes en el estado de Zulia; están representadas todas las manifestaciones artísticas. Aquí hemos tenido un proceso de enseñanza-aprendizaje. No hemos venido a imponer nada».

Nos expresa esto porque en esta región del país, con una riqueza cultural que embruja, han brindado lecciones técnico-metodológicas para, por ejemplo, montar un espectáculo; pero también han aprendido de tradiciones ancestrales de Venezuela. La función fundamental de los brigadistas, como la de otros 40 colaboradores de la misión Cultura Corazón Adentro, encabezados en el estado por Pedro Román González, ha sido asesorar a 299 animadores zulianos para que el arte, en sus distintas variantes, se propague articuladamente en la comunidad, como un sistema.

Alicia, una esbelta guantanamera enamorada del teatro, nos reveló que en esta tierra —sobre todo en la parte poblada por los descendientes wayúu— le ha impresionado el trabajo con las máscaras y sus colores. Sin embargo, no todo es deslumbramiento: ha aportado en la comunidad en la manipulación y confección de títeres, en cómo hacer efectiva una puesta en escena y en el trabajo con el maquillaje.

En medio de la conversación un hecho nos sorprende: la pinareña Liset Sosa va al centro del improvisado escenario y comienza a dirigir el grupo, que no toca un son o una rumba, sino nada menos que una gaita zuliana.

La aplaudimos. Y al regresar nos comenta el secreto: «Aprendí aquí cómo se tocaba y ahora ayudo a dirigir, especialmente a los grupos de niños o adolescentes».

La gaita, como regla, responde a la estructura estrofa-estribillo. La primera es entonada por un solista, y el segundo por el coro. Por lo general se toca con maracas, cuatro (pequeña guitarra de cuatro cuerdas), charrasca (similar al guayo), tambora y el furro (tambor con una vara de madera en el centro), denominado el instrumento básico. Por cierto, algunos de los nuestros, como Lorianne, han aprendido a tocar esas «herramientas».

De nuevo el baile

Vemos, maravillados, bailar otra yonna. Nos vuelven a impresionar el movimiento de los cuerpos y el aire vivo de los trajes. Cira Fernández y Yamilé González, dos jóvenes que denotan su estirpe aborigen, salen exaltadas del baile.

«Esta danza es juwaijeshe wuakuaipa (semilla de nuestra cultura). Nos la enseñaron nuestros padres y a ellos sus abuelos; la vamos a mantener viva eternamente, como nuestra lengua; así le rendimos homenaje a la Naturaleza», nos manifiesta con orgullo una de ellas.

Y agrega que los instructores cubanos son como hermanos que inspiran, transmiten entusiasmo y dan ideas.

Una de esas apasionadas es la espirituana Yanelis Hernández, de la especialidad de Artes Plásticas, que ha impulsado las labores comunitarias con adolescentes, niños y las llamadas madres del barrio.

Mientras dialogamos pasan pequeños con otros trajes preciosos, ritmos, poemas, escenificaciones... hasta que se asoma ante la multitud Maciel Labarca, una animadora de 36 años, quien canta una melodía que recuerda la Sierra Maestra y hombres capaces de protagonizar, desde aquellos lomeríos, una gesta. Más de uno se eriza. «Me la enseñó mi profesora, Marilín Pedroso», explica oronda.

Diciendo esto, se aleja; pero una pareja que nos ve en la conversación y en la toma de notas se acerca sin llamarla. Son Ramón Villalobos y Gladis Vento, que viven en Caguaro, cerca de allí.

Enseguida notan nuestro acento, nos identifican y preguntan por Fidel. «Un saludo, por favor, a ese gran hombre», nos declara él.

De tema en tema hablamos del festival en medio de los edificios. «Antes, en la cuarta República, no había esto; se lo digo con propiedad. Y estas casas, ni soñarlo; cuando se daban viviendas eran unas cajitas de fósforos», expresa ella.

Debía irse para la imaginaria tarima. Fue la última en presentarse, declamó un poema que hablaba de sueños y espadas. Al retornar, Ramón la abraza, le da un beso.

La multitud, entre tanto, se va dispersando en los estertores de la tarde y una última gaita zuliana queda como fondo.

«Oiga, ponga ahí que vamos a cumplir 50 años de casados», señala él. «Hemos sido felices, pero en los últimos tiempos mucho más, porque afortunadamente llegó esta Revolución».

Hermosa tradición

Aunque la yonna se considera una danza libre, tiende a responder a una secuencia prefigurada. En el baile, la mujer va persiguiendo al hombre mientras abre la manta con ambas manos; él se desplaza hacia atrás evitando una caída, pero cuando no puede soportar la persecución y cae, la pareja es desplazada por otra en el acto. Si él lograra terminar el baile sin ser derribado, es felicitado por el resto de los hombres y a la dama se le agradece la elegancia.

Para la yonna se usan maquillajes especiales, coloridos trajes, collares y pulseras. Los wayúus lo ejecutaban para celebrar acontecimientos importantes como la abundancia de la cosecha y para agradecer a Maleiwa, el creador. También servía para presentar a las jóvenes en sociedad después del encierro. Tradicionalmente se sacrificaban animales para que el Seyúu (espíritu protector) y los asistentes al baile quedaran satisfechos.

Fuente: Música y Danzas, Wikisenior (http://mayores.uji.es/wiki/index.php)

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