Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

De playas y de bikinis

Los trajes de baño femeninos han evolucionado hasta diseños de infarto desde aquella lejana época en que ellas se iban a las playas en pantalones y camisones

Autor:

Juan Morales Agüero

Darse un saltico hasta la playa más próxima constituye una expectativa anhelada por cualquier cubano(a) en estos meses de agobios caniculares. Realmente, una jornada de sol, arena y mar resulta un efectivo antídoto contra el estrés y carga las pilas para afrontar la cotidianidad con bríos renovados.

La playa también es —¡sí!— una pasarela donde los(as) bañistas ponen en exhibición toda la parafernalia propia de esta modalidad recreativa de notorio carisma. Sombrillas, sombreros, toallas, balsas y gafas abandonan el ostracismo para mostrar sus texturas y coloridos. Y, claro, están los trajes de baño…

La playa como recreación

Se asegura que el precursor de los baños de mar como práctica social fue el rey Jorge III de Inglaterra, allá por 1780. La refrescante iniciativa del monarca capitalizó rápidamente el beneplácito de los aristócratas. Por entonces estaba en boga el ferrocarril, medio que favoreció el traslado de los bañistas hasta las zonas del litoral más ideales para zambullirse.

Años después, la costumbre cruzó el Canal de la Mancha. En la parte francesa se arraigó enseguida en su famosa ribera. Los habitantes de la región atestiguan que la primera celebridad femenina en darse un chapuzón en agua salada fue la duquesa de Berry, nuera del rey Carlos X. Dicen que en 1822 esta osada mujer se bañó completamente vestida en la playa de Dieppe.

Los trajes de baño de la época eran bastante parecidos a cualquier indumentaria de andar por la calle. Se componían de un pantalón, un par de calcetines y una amplia camisola, a cuyo borde inferior las pudorosas mujeres adosaban varias piezas de plomo para que no se les levantaran al entrar en el agua. Cuando se humedecían, el peso de aquellos bañadores podía llegar hasta 5 kg. Eso provocó no pocos ahogamientos.

Los bañadores fundacionales eran confeccionados por las damas con tela de lana, algodón, seda o sarga. Elegían colores negro, rojo o azul, que no insinuaban sus curvas al mojarse. Las más opulentas disponían de una suerte de caseta para cambiarse. Un criado la hacía deslizar luego hasta la orilla, de manera que los pies de sus «señoras» no tuvieran que pisar la arena.

Se provocan convenciones

En 1907 sobrevino una «transgresión» que pulverizó tan ortodoxo estilo de disfrute. Su protagonista fue la nadadora australiana Annette Kellerman —fundadora del nado sincronizado—, quien se atrevió a lanzarse al agua con un ceñido traje de una sola pieza, que incluía pantalones muy por encima de las rodillas. Una bañista, escandalizada con aquella indumentaria, avisó a la policía y la valerosa muchacha fue detenida por indecente.

«En aquella época estaba prohibido que las mujeres enseñasen más de 15 cm. de muslo, empezando a medir desde la rodilla, y para que se cumpliera la ley, en cada playa estaba atento el medidor de bañadores, un hombre encargado de vigilar que ellas no superasen esos límites», acota el portal web Enfemenino.

El año 1930 trajo una revolución en el traje de baño femenino cuando la diseñadora francesa Coco Chanel puso de moda en la Ciudad Luz el bronceador de rostro y refutó el criterio estético de que la piel de ellas debía ser blanca, delicada y nunca expuesta al sol. Así, ante una concurrencia masculina, exhibió a varias muchachas perfectamente bronceadas. Por ser la Chanel un ícono de las novedades, a partir de ese momento el bañador ya no se utilizó más para cubrir a la bañista, sino más bien para desvestirla y permitir que el cuerpo se tostara.

Dos años después, el diseñador galo Jacques Heim desafió los códigos morales vigentes con un atuendo playero asaz atrevido. Lo llamó átomo, y era tan minúsculo como el elemento químico del que adoptó el nombre. Para consuelo de los puritanos, no dejaba al descubierto el ombligo, uno de los grandes tabúes de entonces. El adelantado modisto promocionó su conjunto de vanguardia como «el traje de baño más pequeño del mundo».

Pero a Heim le salió al paso un ambicioso competidor, dispuesto a superarlo en cuanto a espectacularidad. Tenía por nombre Louis Réard, y era experto en diseñar lencerías. Una vez en que veraneaba en las playas de Saint Tropez, notó cuánto padecían las mujeres para broncearse con sus incómodos trajes de baño. Tal situación lo hizo imaginar un modelo con solo 194 cm² de tela que, según publicitaría luego, «cabía en una caja de fósforos». Cubría los pechos, la entrepierna y… ¡dejaba el ombligo a la vista! Ninguna fémina lo había mostrado antes.

Cuentan que «cuando Réard buscó una modelo profesional para que luciera el traje, todas se negaron por considerarlo indecente. Luego de muchos ruegos, Micheline Bernardini, una nudista del Casino de París de 19 años de edad, aceptó y lo lució en la Piscine Moitor parisina. Era el 5 de julio de 1946». Fue ella quien le puso por nombre bikini, en referencia a un pequeño atolón de las Islas Marshall llamado así, donde Estados Unidos realizaba ensayos atómicos. Porque eso, precisamente, resultó el bikini: ¡una explosión! Tras este hecho histórico, la foto de la escultural francesita fue portada en periódicos y revistas de casi todo el planeta.

El triunfo de un atuendo

El debut del bikini escandalizó a los más conservadores. La Iglesia Católica se negó de plano a extenderle alfombra de bienvenida. Así, España, Italia y Bélgica prohibieron la venta en sus territorios. Y Francia, la nación donde vio la luz, decretó que solamente se podía mostrar en playas con costas al Mediterráneo, no así en las colindantes con el Atlántico.

A pesar de sus detractores, el carisma del novísimo bañador, compuesto por cuatro triangulitos de tela, no cedió. A eso contribuyeron estrellas del cine, como Raquel Welch, quien exhibió su monumental figura dentro de un bikini de piel de mamut en el filme Hace un millón de años. Brigitte Bardot también deslumbró ¿vestida? así en Y Dios creó a la mujer. Y Marilyn Monroe figuró con uno puesto en una imagen memorable.

«Pero la foto de 1962 en la que Úrsula Andress salió del agua durante el rodaje de la película James Bond y el Doctor No, fue un antes y un después del sex appeal cinematográfico, que catapultó al bikini en el mundo occidental. Esa emblemática pieza se subastó en 60 000 dólares en el 2001, cifra inusitada para una prenda de baño», escribió el periódico español ABC.

Sin embargo, el bikini no resultó una absoluta novedad. El sitio web del citado diario dice que «ya en la Roma Imperial se utilizaban modelos parecidos, si bien es cierto que se trataba de prendas deportivas que se utilizaban en el interior de los recintos gimnásticos. En la Villa Romana, en Sicilia, se aprecian unos dibujos de jóvenes ataviadas con una especie de bikini, practicando diversos deportes. Pero la prenda cayó en desuso en culturas tan púdicas como la medieval, el Renacimiento e incluso en las de los siglos posteriores».

En 1960, el bikini parisino de Louis Réard reforzó visualmente su voluptuoso diseño con la aparición de la lycra. Se trató de un tejido sintético susceptible de estirarse hasta incrementar en seis veces su tamaño original. Con esa confección comenzaron a fabricarse los primeros bañadores elásticos y ajustados al cuerpo. La acogida de semejante innovación fue excelente.

La osadía no termina

La carrera por lograr trajes de baño femeninos más osados no se detuvo. En 1964, un californiano llamado Rudi Gernreich, quien extendió durante más de tres décadas los límites de la ropa de aspecto futurista, inventó el llamado topless o monokini, un bañador solo sostenido por un par de tirantes que dejaban al descubierto los pechos. El diseño conmocionó tanto a la opinión pública de la época que se prohibió su uso. Incluso, en Francia se habilitaron helicópteros para que vigilaran desde el aire e informaran de cualquier violación. En 1976, la revista Time le dedicó su portada a Gernreich, a quien presentó como «el diseñador más excéntrico y vanguardista de Estados Unidos».

Una década después del monokini, la tanga causó furor en las playas brasileñas. Práctica y veraniega, marcaba de forma sugerente la figura femenina. Resultó una variante moderna y más audaz del bikini. «Sencillamente, un pellizquito de tela sobre la piel», escribió un cronista en la famosa revista carioca Veja. Su diseñador fue el genovés Carlo Ficcardi.

¿Qué me queda por contar de esta historia del traje de baño femenino? Pues vamos, ¡el hilo dental! Se trata, a todas luces, de una «tecnología de última generación», a la cual —creo yo— ninguna otra podrá superar, exceptuando al nudismo, que, por cierto, no tiene nada de tecnología. Lo curioso del hilo dental playero es que, según una revista del corazón instalada en internet, «se usa donde, paradójicamente, no hay dientes».

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