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A lo Panenka

Había decidido en los meses de asueto de la universidad asumir las riendas de un equipo de barrio

Autor:

Eduardo Grenier Rodríguez

El bueno de Antonín no resistiría el pesado lastre de la frustración. Su reconocido talante sucumbiría ante semejante muestra de irrespeto o de lo contrario marcharía con el corazón amarrado al escrutinio de un marcapasos. Yo, que con Panenka apenas comparto la habilidad para patear el balón suave y al centro, aunque no sorprenda a nadie, por poco termino infartado.

Había decidido en los meses de asueto de la universidad asumir las riendas de un equipo de barrio. Cual Mourinho sin los conocimientos teóricos suficientes, me aventuré a un torneo en el pueblo para probar fortuna.

Pero los milagros no existen. Los esquemas fueron desbaratados por el ímpetu individualista de unos cuantos jugadores engreídos con poquísimo talento, cuyas embestidas culminaban siempre en acciones de gol del rival. Muchos de esos balones lograron besar las redes de nuestro indefenso arquero.

Los  4-4-2 se convertían con el paso de los minutos en un indetectable hormiguero donde cada quien asumía la posición que le viniera en gana. Y los espacios eran minas de oro para los contrincantes. Las explotaban con pericia. En la banda terminábamos desgañitados y solo a veces conseguíamos imponer un poco de orden. Esos eran, indudablemente, los mejores minutos del equipo. De vez en cuando tocábamos la pelota: tikitaka, tikitaka. Aunque reconozco que las mejores oportunidades las teníamos a la contra.

Y así, en aquel torneo gris, fuimos cayendo un partido tras otro, con algún empate pasajero que mantenía las opciones de clasificación. Hasta que llegó el momento de máxima tensión arterial: el que les contaba al inicio.

Nos tropezamos casi de manera fortuita con un manjar servido en la mesa por un error del árbitro. Sin alguna intención, como confesaría después, dictaminó una mano grotesca que jamás existió. Penalti a nuestro favor. En ese momento recordé que no había seleccionado al presunto lanzador de una pena máxima. Y encomendé mis esperanzas a la cordura del capitán, quien debía darle el balón a nuestro hombre más atinado de cara a portería.

Pero —ya les decía— el equipo sufrió en cada encuentro el mal del individualismo excesivo y el capitán, un guerrero de gran resistencia y entrega, pero auténtico «pata de palo», creyó que debía lanzar desde los 11 metros y decidir él. Lo demás es historia. Metió el pie tan abajo que la portería se hizo pequeña. Salió un globo, lo que en béisbol le llamaríamos un fly, que el arquero atenazó con una sonrisa de oreja a oreja.

Lo lanzó a lo Panenka, dice. Y todo fueron mofas y reclamaciones. Volvimos a perder. Si Panenka hubiera visto aquello…

 

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