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La Tierra o la casa de otros espíritus

La pregunta de preguntas no es tanto cuándo acabará esto, sino cómo quedaremos a partir de entonces. Dicho de otra manera, qué haremos con este hogar redondo y aún azul tras el golpe rudo, sí, pero también tras el aprendizaje que, se supone, el impacto de la pandemia nos va dejando

 

Autor:

Enrique Milanés León

Es probable que nunca el célebre físico danés Niels Bohr tuviera tanto de profeta como el día que dijo: «Hacer predicciones es muy difícil, especialmente cuando se trata del futuro». Sin embargo, cada vez que la humanidad está en un aprieto unos cuantos toman por el cuello al viejo Nostradamus para que se pronuncie con su más precisa ambigüedad, buscan señas ocultas en cuanto astro se mueve y hasta escuchan a adivinadores nuevos que les digan, o no, lo que por debajo de la mesa del tarot les encargan.

La pandemia actual no es la excepción. Si uno se toma un tiempo para destrenzar los hilos de la Red se da cuenta de que, lo mismo del lado de la ciencia que de los agoreros, muchos creían saber que un plato amargo se estaba cocinando en la terrícola cazuela viral. Hay incluso un nigromante adolescente que «tiene» hasta la fecha en que caerá en combate la COVID-19, pero, ¡sorpresa!, anuncia para más adelante desastres mayores. Por supuesto, ahí mismo uno abandona la lectura y murmura una frase poco académica.

Personalmente, me agrada la expresión —cargada de espíritu socrático— del filósofo y sociólogo alemán Jürgen Habermas, quien ha dicho sin complejos que «nunca antes habíamos sabido tanto de nuestra propia ignorancia». Si un virus intangible le restaura a nuestra especie la humildad, si le baja los humos y la rencamina por los senderos de la paz, el saber, la unidad y el amor, ya sacamos algo en limpio de esta tragedia real de 7 000 millones de personajes, protagonistas todos.

Tan severa es la crisis, que un comité de emergencias convocado por el director de la Organización Mundial de la Salud admitió en su momento que no vislumbra la salida de este laberinto sanitario. Y lo peor es que, en más naciones de la cuenta, los pueblos pagan con vidas —de los mismos de siempre— la ceguera de gobernantes que no aprenden lo que un iluminado verdadero adelantó en el siglo antepasado: patria es humanidad.

Sin respuestas globales, para la pandemia y para la economía, tendríamos que disponernos a jugar un largo partido de fútbol con esa esfera diabólica que semeja el virus y que no nos dejaría, literalmente, salir del «terreno de fuego» a hacer productos y capital. Corriendo en direcciones diferentes, seguramente perderíamos por goleada.

El mundo dio positivo y está en casa, casi paralizado, a tal punto que, según la Organización Mundial de Turismo, esa práctica placentera se reducirá este año entre un 60 y un 80 por ciento y el parón pone en riesgo de cien a 200 millones de empleos.

Si hace 108 abriles nadie podía creer que un tosco iceberg hundiera sin remedio el escandaloso lujo del Titanic, ahora parece ficción que un enemigo invisible, que no asoma ni una punta sobre la «superficie» visible del microscopio, rasgue de tal manera el casco donde navega toda la civilización y le vacíe —cual estampida en lucha por botes salvavidas— los hoteles, por más estrellas que tengan. Ya se sabe que, a menudo, cuando los ricos no pagan dinero para pasear, los pobres no tienen dinero para comer.

La pregunta de preguntas no es tanto cuándo acabará esto, sino cómo quedaremos a partir de entonces. Dicho de otra manera, qué haremos con este hogar redondo y aún azul tras el golpe rudo, sí, pero también tras el aprendizaje que, se supone, el impacto de la pandemia nos va dejando.

En un adelanto al periódico El País de su libro En tiempo de contagio, el joven escritor italiano Paolo Giordano sostuvo que no tenía miedo de enfermar, sino «de todo lo que el contagio puede cambiar. De descubrir que el andamiaje de la civilización que conozco es un castillo de naipes. De que todo se derrumbe, pero también de lo contrario: de que el miedo pase en vano, sin dejar ningún cambio tras de sí». También físico teórico, Giordano insiste en la fórmula humana contenida en un verso de Jonh Donne: «Nadie es una isla».

El historiador israelí Yuval Noah Harari augura, por su parte, que una vez vencida la pandemia viviremos en un mundo de más persecución. «Habrá —considera— vigilancia masiva, se requerirán certificados de salud para poder viajar. Y si hasta ahora teníamos vigilancia “sobre la piel” cada vez que entramos a un sitio de internet, hacemos un clic o enviamos mensajes, ahora vamos a tener vigilancia “bajo la piel”, midiéndonos la fiebre, la presión y hasta nuestros sentimientos».

Aunque convencida de que «esta es una oportunidad única de ajustar los valores», la conocida escritora chilena Isabel Allende —autora de La casa de los espíritus— matiza su optimismo con una frase tajante: tenemos mala memoria y probablemente la lección se olvide pronto. Tal reserva es compartida por el historiador británico Keith Lowe, padre de la aclamada novela Continente salvaje —refiriéndose, curiosamente, a la Europa de posguerra— quien sospecha que no somos tan sabios como nuestros abuelos y aventura un pronóstico: «Contaremos los muertos y lamentaremos la devastación de nuestras economías, pero regresaremos a la desigualdad de ingresos y al eterno resentimiento respecto a nuestros vecinos. Igual que antes».

Otros miran con lentes de optimismo. El economista e historiador italiano Emanuele Felice dijo al Diario de Sevilla que la situación «nos hace apreciar más la importancia de la cooperación internacional, el papel de la ciencia para el bienestar humano y la atención no solo a los aspectos económicos sino a los derechos sociales como el de la salud y los civiles».

Se insiste con acierto en que al interior de los pueblos la única vacuna disponible es el aislamiento social, pero debe acotarse que, a nivel planetario, hay otra igual de necesaria: la cercanía de las naciones. Marta Rebolledo, profesora de Comunicación Política en la Universidad de Navarra, comentó al sitio atalayar.com lo que aprecia dentro de fronteras y a nivel planetario: «Cada Estado-nación ha adoptado sus medidas, restricciones y plazos, incluso llegando a ver diferencias de criterios entre regiones. En contraposición, ha habido una falta de respuestas y acciones globales —como es el caso de la UE— ante un problema que precisamente es global o mejor dicho “glocal”: algo que comienza a nivel local pero que rompe la barrera y salta a lo global de tal manera que la línea entre lo local y lo global queda difuminada».

Es que la economía también sufre sus contagios. Los mismos resortes de la globalización que conectaron las industrias y la fuerza laboral de múltiples naciones trasvasan al sur las consecuencias de la caída en el PIB de los países desarrollados, que buscarán el camino más corto de recuperación de ganancias, ya no sacrificando obreros, sino sacrificando pueblos.

Hasta un falso profeta acertaría en que, si el planeta no armoniza sus voces, tanto la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible como el Acuerdo de París, de cambio climático, quedarían apenas como buenos proyectos de la ONU.

Daniel Susskind, investigador de temas económicos en la Universidad de Oxford, recuerda en un dossier sobre el mundo que nos espera que, en marzo de este año, el rabino y columnista británico Jonathan Sacks afirmó que la catástrofe de la COVID-19 es «lo más cerca que hemos estado de una revelación para los ateos».

Ciertamente, hay mucho que ver, mucho por creer y más por hacer en este mundo. Lo primero que haría falta sería asegurar el derecho universal a la salud. Camino a él, vendría muy bien que la catástrofe de la COVID-19 fuera lo más cerca que estemos de una Revolución para todos.

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