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A España, una carta y cuatro balas

La concreción de grandes objetivos como educación y salud públicas dependerá de uno mayor: la victoria frente a una extrema derecha que, más aislada en otros países europeos, halla en Madrid mayores opciones de ascenso al Gobierno

Autor:

Enrique Milanés León

Muchos ubicaron la punta del remolino de la campaña electoral por la Comunidad de Madrid en el momento en que, en un debate televisivo, Rocío Monasterio, la candidata del reaccionario Partido Vox, no solo descreyó las amenazas sufridas por Pablo Iglesias, el aspirante de Unidas Podemos, sino que le gritó frente a cámara, en la frase menos política que oídos humanos hayan escuchado: «Que se levante y que se vaya si es tan valiente, que es lo que están deseando un montón de españoles: que se vaya de España de una vez».

En efecto, Iglesias se fue, y luego dejaron el estudio —y el debate— Mónica García, la candidata de Más Madrid, y Ángel Gabilondo, aspirante por el Partido Socialista Obrero Español (PSOE), tras lo cual el tridente de la izquierda española, muy separado hasta entonces, dejó claro que no habría más que dialogar con la ultraderecha.

En realidad, el sabotaje a la discusión política que debía preceder, como la democracia manda, las elecciones de este 4 de mayo, estalló con la amenaza en sí, consistente no solo en la carta mafiosa que recibió Iglesias —«tu mujer, tus padres y tú estáis sentenciados a la pena capital», le avisaba—, sino en las cuatro balas de fusil que la acompañaban en el sobre. Como «postdata» del acto, el ministro del Interior de España, Fernando Grande Marlaska, y la directora de la Guardia Civil, María Gámez, recibían misivas similares: él, con tres balas; ella, con una, todas suficientes para abrir en la sociedad la herida de la zozobra. Si algo faltaba a estas elecciones legislativas, que definen un punto importante en la política europea, era poner terror a la carta.

Entonces vinieron el debate mencionado, en la Cadena SER, las descalificaciones y faltas de respeto de Monasterio, no solo a Iglesias y a otros candidatos, sino a la mismísima moderadora, la ruptura subsiguiente y la certeza resultante, en la sociedad como en los propios contendientes, de que esta no era ya lidia para la tele: los electores tienen que definirla, «metiendo las manos» en el proceso.

A raíz de la amenaza y la ofensa, Iglesias comentó a Europa Press: «Se ha normalizado y blanqueado demasiado a la extrema derecha, que es el mayor peligro para la democracia. He presentado una denuncia en comisaría y espero que haya una respuesta judicial y que se produzcan detenciones, pero esto tiene que tener una respuesta ciudadana y democrática en las urnas».

La curva final rumbo a las elecciones se enfrentó con nueva mirada, habida cuenta no solo de que la izquierda
acercó criterios que deben juntar a parte de su dividida base —Gabilondo cambió su disposición a gobernar, de un «con este Iglesias, no» al «Pablo, tenemos 12 días para ganar las elecciones»—, sino también de que la propia derecha del Partido Popular (PP), de la aspirante a continuar al mando, Isabel Díaz Ayuso, debía clarificar a sus electores, cosa que evidentemente no hizo, si tomaría distancia o no, en un ejecutivo comunitario, de los fascistas del Vox liderado nacionalmente por Santiago Abascal.

Mientras Vox mantiene ese desparpajo político casi pornográfico que tanto remeda al «difunto» Donald Trump, el Partido Ciudadanos, del candidato Edmundo Bal, sigue fiel a su perenne estatus de pescador derechista y, con el bote haciendo aguas, espera a ver qué captura en la corriente, para hacerse de un puesto en la Asamblea.

Gabilondo afirmó en una entrevista su esperanza —en clara alusión a Ayuso— de que «…no traten de blanquear opciones políticas que son de ultraderecha, que ponen en cuestión la democracia, que tienen actitudes y usan terminologías fascistas, y espero que no trate de pactar con ellos. Eso no puede ser».

Como la sanitaria, por la COVID-19, la emergencia política española, por la arremetida de la ultraderecha, es tan aguda que el PSOE adoptó un nuevo lema de campaña para precisar en su mitin central: «No es solo Madrid. Es la democracia».

Adriana Lastra, una política que el periódico El País ubica en el entorno cercano del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, recordó en ese mitin la marcha sobre Roma que abrió paso al fascismo de Benito Mussolini y sentenció que, como entonces, el dilema actual se define así: «Esto ya va de democracia o fascismo. Ayuso ya eligió, y no eligió democracia. Están aquí, con ese discurso descarnado de odio. Hay una candidata que representa a la extrema derecha y no es Monasterio. El PP y Vox son lo mismo».

A partir de esas variables se fomenta —tal vez sin tiempo, porque los sondeos siguen apuntando al triunfo de la derecha— la conciencia de que la concreción de grandes objetivos como educación y salud públicas dependerá de uno mayor: la victoria frente a una extrema derecha que, más aislada en otros países europeos, halla en Madrid mayores opciones de ascenso al Gobierno.

En tal panorama, Silvia Clavería, profesora de la Universidad Carlos III de Madrid, considera que probablemente lo sucedido tenga «un impacto en la movilización de los ciudadanos ubicados en la izquierda en el espectro ideológico», mientras que la politóloga Arantxa Tirado, profesora de la Universidad Autónoma de Barcelona, comentó el cariz malintencionado de ciertos medios de prensa: «La idea —considera— de que hay una polarización política entre ultraderecha y ultraizquierda que se viene posicionando en los medios no solo es falsa sino irresponsable. Esa equidistancia es peligrosa e impide entender nada de lo que está en realidad sucediendo».

La politóloga ubica el origen del mal: «Hay un polo de odio, de la ultraderecha, que está tratando de utilizar la polarización que hay en la sociedad por la desigualdad que se va extendiendo con el crecimiento de la pobreza por la pandemia. Y, enfrente, una izquierda que quiere atajar las causas de esa desigualdad. Ojalá la reacción de Iglesias sirviera para que los medios reflexionaran, pero dudo que vaya a ser un punto de inflexión porque obligaría a desmontar todo el sistema de medios tal y como está instalado, sin el cual no se entiende esta banalización del neofascismo».

Tirado (se) pregunta: «¿Cómo hemos permitido que la ultraderecha, que discrimina a las mujeres, que defiende el racismo y la xenofobia, sea algo comparable en nuestros medios a las propuestas que abogan por la justicia?». Pero los medios, ya se sabe, pueden hacer lo mismo la alquimia divina que la estafa más burda de nuestros días.

La táctica de «deshumanización del rival» denunciada por Iglesias hace preguntarnos si el mundo avista, en este ejemplo, la «bananerización» de la modélica democracia occidental, más amenazada que cualquier candidato puntual cuando en la comunicación entran en juego las balas.

Por cierto, los mensajes violentos que arremolinaron las aguas de la política española no quedaron en los ocho proyectiles adosados a las tres cartas citadas. También la ministra de Industria, Comercio y Turismo, María Reyes Maroto, recibió una esquela amenazante, con una navaja «aparentemente ensangrentada».

La tranquilidad con que algunos quisieron «quitarle acero» al asunto duró lo que efímera anestesia: sí, es cierto que su remitente resultó ser un enfermo mental, pero lo es también, como dio a conocer el diario Público, que es familiar de Iván Espinosa de los Monteros, no solo diputado de Vox, sino también —España es un pañuelo— esposo de Rocío Monasterio, la ríspida candidata que no cree ciertas las amenazas a Iglesias y que ha manteado a cuanto político ha tenido enfrente.

Son las hierbas crecidas del extremismo mientras España se distraía en la inercia de un bipartidismo dejado atrás y sus izquierdas —¿puede un cuerpo social coherente funcionar con varias de ellas?— complacían, con combates intestinos en la arena política, los intereses de los nuevos Césares del capital.    

El académico Pascual Serrano ha comentado la inexplicable inacción institucional ante hechos como los diálogos de un grupo de WhatsApp de policías de Madrid que deseaban la muerte de la entonces alcaldesa —apoyada por Podemos— Manuela Carmena, las conversaciones de una promoción de militares retirados que barajaban, si era necesario, el fusilamiento de 26 millones de españoles, y el video de soldados, en un cuartel del Ejército, haciendo el saludo nazi.

Los resultados de esta tormenta están por verse, sin embargo, gane quien gane el Gobierno de la gran Comunidad, algo puede aventurarse: por encima de la cólera de Iglesias, de la insolencia de Monasterio y del taimado lavado de manos de Díaz Ayuso, la sociedad española debería percibir, desde esta triste postal madrileña, que esa carta con balas no era para nadie más que para ella.

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