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Colombia: ¿cambio o continuismo?

Lo único claro al amanecer de este domingo electoral es el rechazo al estatus quo, visto en la gran derrota del uribismo y su delfín, el saliente Iván Duque. Pero el conservadurismo tratará de revertir el golpe

 

 

Autor:

Marina Menéndez Quintero

LOS menos de 30 puntos porcentuales de aceptación con que Iván Duque deja el Gobierno de Colombia, anunciaban de antemano la única conclusión clara y gritada a todos los vientos antes de que, esta noche, se sepa el resultado del segundo encuentro con las urnas en busca de la presidencia: el uribismo ha sido el gran derrotado.

Así lo confirmó el hecho de que el candidato del gubernamental Centro Democrático, Iván Zuluaga, abandonara la carrera antes de las votaciones, así como que su heredero, el derechista Francisco «Fico» Gutiérrez, fuera descartado en la primera ronda, cuando quedó tercero y sin posibilidades, por tanto, de acudir hoy al balotaje.

Ciertamente, la ciudadanía ha votado por el cambio. Lo que queda por ver es si el candidato que se escoja en esta jornada será portador, efectivamente, de las transformaciones a que las mayorías colombianas aspiran.

El panorama ha podido tornarse confuso para un electorado puesto a escoger entre un aspirante progresista a quien la derecha sataniza por considerársele de izquierda —algunos observadores han denunciado lo que llaman «petrofobia», fabricada para sembrar el miedo al candidato del amplio Pacto Histórico—, y del otro lado un hombre tildado de populista que ha basado su campaña, en la llaneza y  «franqueza» tras la cual se agazapan desaguisados, y a quien se le considera un hombre limpio, no tanto porque anuncie que luchará contra la corrupción, sino porque se le presenta como un outsider: una condición en boga en las elecciones presidenciales latinoamericanas, que refleja el hastío con la política tradicional.

Las encuestas no han podido vaticinar más que un empate técnico anunciado desde hace dos semanas. Sin embargo, entre Gustavo Petro y Rodolfo Hernández puede mediar un mundo de diferencia que ese uribismo derrotado y, en general, la derecha, ha tratado de aprovechar montándose en el carro de Hernández, que los observadores colombianos llaman, con el mismo sentido coloquial del candidato, «la rodolfoneta».

Si él saliera electo, entonces esa derecha buscará sacarle rédito asida, casi por fuerza, al nuevo Gobierno, carente de sostén como estará un ejecutivo que apenas tiene asientos en el Congreso, así como adolece de la falta de un partido fuerte, pues la Liga de Gobernantes Anticorrupción (LIGA) que postula a Hernández, no solo se fundó apenas en 2019, sino que no ha sido capaz de mostrar un programa político sólido.

Cualquiera puede preguntarse a dónde irían a parar entonces las insatisfacciones populares vistas desde 2019 en las movilizaciones callejeras, que tuvieron su clímax en el paro nacional de abril de 2021, escenario de reclamos que cuestionaban el desempeño económico del Gobierno de Duque, pero también —y mucho— su repercusión social, visible en una tasa de pobreza que la Cepal augura llegue al 39,2 por ciento al finalizar este 2022, lo que colocará a Colombia como puntera latinoamericana en este índice.

Eso, sin contar la violencia, un sufrir que sigue campeando por su respeto allá en las zonas rurales, donde se decide por la fuerza la posesión y el uso de la tierra, mientras se extermina impune y selectivamente a líderes sociales y exguerrilleros acogidos a los incumplidos Acuerdos de Paz.

Pero también hay una violencia institucional responsable del disgusto, y que rebasa el inobjetable hecho violento que significan la exclusión y la desigualdad.

Una arista, apenas, ha quedado evidenciada a tres días de este domingo crucial, cuando 43 miembros de lo que se conoce como «la primera línea» del paro de 2021 fueron detenidos, sin más ni más, bajo la no probada presunción de que ellos podrían escenificar hechos violentos en esta jornada, y distintos delitos que ahora les señalan.

Sin reparar en que la de este domingo es una fecha histórica que debiera constituir muestra de la democracia pregonada por el ejecutivo colombiano, este ha puesto sobre el tapete, sin recato, el cariz represivo de un mandato que no ha escuchado las voces del pueblo.

Más bien se han querido silenciar sus reclamos con la represión, como lo atestiguan —y debieran resultar suficientes— las decenas de desaparecidos durante las jornadas del paro, los 42 asesinatos documentados entonces y los heridos, muchos de ellos, premeditadamente, en los ojos, como se hizo en Chile.

Ahora, la detención de esos activistas sociales y populares que estuvieron en la vanguardia de aquellas protestas evoca, preocupantemente, los hechos.

Y aunque no resultaría una torpeza pensar que la justificación de que los detenidos soliviantarían el escenario hoy —el Ministerio de Defensa ha hablado de que pudieran ocurrir hechos violentos para desconocer el resultado electoral—, constituye también una buena excusa para cuestionar los conteos finales de las votaciones, pero desde el establishment, si la elección no resulta de su conveniencia.

En ello hacen pensar ciertas voces que, a ratos, desde el oficialismo, han estado hablando de la posibilidad de un fraude desde que se vio el arraigo popular de Gustavo Petro.

Para alarma mayor, se sabe que un total de 320 000 uniformados han sido desplegados para «garantizar el normal desenvolvimiento de los comicios» en los 12 500 puestos de votación instaurados, dijeron fuentes locales.

Lejos de tranquilizar, ese despliegue preocupa en un país donde la fuerza pública no ha sido, precisamente, un dechado de virtudes, y donde casi todos los entuertos se siguen «resolviendo», valga la redundancia, por la fuerza.

Ese es otro gran motivo de amplios sectores del pueblo colombiano para desear que hoy se constate, realmente, el inicio de un cambio. El camino para ello puede estar claro, o tomarse por un sendero falso. Pero todavía todo son conjeturas. Esperemos.

 

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