La sociedad chilena tiene una gran deuda de memoria con los niños que fueron adoptados a costa de perder su identidad familiar Autor: Universidad de Chile Publicado: 07/06/2025 | 06:50 pm
UN proceso judicial inédito acaba de iniciarse en Chile. Los cargos presentados contra cinco personas acusadas de ser parte de una red dedicada a la apropiación y venta ilegal de bebitos en el extranjero, constituye apenas la punta del iceberg de un fenómeno multiplicado en todo el país y, de cierto modo, lo oficializa luego de décadas en que las mamás robadas callaron, fueron desoídas, o las tildaron de locas.
Se calcula que 20 000 de aquellos niños, hoy hombres y mujeres, crecieron en familias ajenas en otras naciones sin que sus madres, también víctimas de esas fechorías, hubieran renunciado a ellos.
El asunto no tendría ribetes tan dramáticos de no haber sido promovido y registrado su «pico» durante la sangrienta dictadura militar de Augusto Pinochet: es que sin la política atroz de un sátrapa que quiso eliminar a sangre y fuego a la oposición política y lo que oliera al progresismo, este delito continuado no habría ocurrido en la magnitud que ahora se comprueba.
Algunos de los expertos que indagan en el asunto desde que el ilegal y tenebroso procedimiento salió a la luz gracias a un documental, en 2014, han dicho que desde antes del golpe sangriento que depuso a Salvador Allende en 1973, la adopción de niños de familias vulnerables por entidades o matrimonios extranjeros, básicamente de Estados Unidos y Europa, ya existía.
Pero fue durante el período pinochetista que la práctica cobró auge de modo clandestino, aupada por un régimen que vio en el lucrativo negocio enriquecedor de los comerciantes de niños, un cruel y estúpido filón, supuestamente, para «acortar la pobreza».
Algunos aducen que, con ello, además, Pinochet quiso lavar su imagen ante países como Suecia, uno de los mayores receptores, al presentarse como un gobernante preocupado y sensibilizado con niños a quienes, presuntamente, sus madres no podrían criar.
Es una historia conocida. Antes, en la vecina Argentina, la sustracción y usurpación de identidad de cientos de niños nacidos en cautiverio, constituyó uno de los crímenes más escandalosos develado hasta entonces en América Latina.
Las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, quienes se hicieron a las calles para reclamar la aparición de sus hijos y nietos todavía rodeadas de milicos, en plena dictadura militar, lo denunciaron cada día.
Aquellos bebitos habían nacido en centros ilegales de «detención» y tortura por donde pasaron más de 30 mil argentinos en esos años, y su alumbramiento sería luego la «prueba de vida» de cientos de jóvenes madres que los trajeron al mundo en pleno secuestro, atadas y sometidas a tan duros vejámenes como el haber sido llevadas, encerradas y torturadas en estado de gestación.
Ellas trajeron al mundo a sus niños rodeadas de las sucias y tristes paredes donde se infligían los más atroces castigos corporales y síquicos mientras, en el ámbito de calle, esas muchachas y otros miles de secuestrados eran identificados con la triste y vigente denominación de «desaparecidos».
Así se les llamará, en Argentina y en el resto de las naciones latinoamericanas asoladas por el terrorismo de Estado durante las décadas de 1970 y 1980, mientras no se hallen sus cuerpos y no se dé razón de cómo terminaron sus vidas. En tanto ello no ocurra, ese crimen no prescribe.
Un delito semejante, igualmente imprescriptible, se cometió de modo continuado en Chile, aunque con características distintas que lo hicieron menos difundido.
La apropiación de menores bajo el mandato tiránico y violador encabezado por Augusto Pinochet se mantuvo tras bambalinas por décadas, así como han sido menos denunciados y enjuiciados sus abusos gracias al terror garantizado por la represión, y a la manipulación de las mentes por parte de un régimen que le duró a Chile ocho largos y duros años, y se empeñó en hacer creer que allí no ocurría nada y que, en todo caso, lo que acontecía era para bien.
La emergencia de una nación con resultados macroeconómicos a costa de la privatización, la segregación de los desfavorecidos y el sálvese quien pueda impuesto por el modelo neoliberal para convertir a Chile en vitrina, no solo permeó a amplios sectores de la sociedad desde el punto de vista económico y político sino, además, sicológico. El propósito fue sembrar el miedo, el egoísmo y la desconfianza que fracturaran cualquier espíritu de cohesión y resistencia.
No fue hasta 2014 que se divulgaron los primeros casos de robos de niños chilenos dados en adopción, de modo ilegal, a familias en el extranjero.
Ahora, la apertura por vez primera de un proceso judicial para ventilar el accionar de una de las varias redes que se dedicaron al secuestro de los menores, proclama ante las cortes y el mundo un modo de hacer que fue parte de la política de Estado de Pinochet: un gorila dispuesto a usar la tortura y el asesinato para «blanquear» al país de opositores políticos y de elementos progresistas, y que se valió de la vulnerabilidad de mujeres víctimas de la mentira y de su indefensión para arrebatarle a su prole y, supuestamente, que el país «combatiera la pobreza».
Junto al engaño o el desconocimiento, el miedo —el terrible miedo de una población asolada por la persecución— garantizó que los hechos, tipificados hoy como crímenes de lesa humanidad, no se conocieran.
De manera muy evocadora, la joven organización de ciudadanos que se ha dado la tarea de identificar a las víctimas y ayudar al reencuentro, se ha denominado Hijos y Madres del silencio.
Decenas de miles de casos
Entre los cinco procesados se encuentran médicos y asistentes sociales, contra quienes el juez Alejandro Aguilar Brevis, de la Corte de Apelaciones de Santiago, dictó prisión preventiva esta semana por los cargos de asociación ilícita, sustracción de menores y prevaricación dolosa.
Se trata apenas de juzgar la adopción irregular de dos menores de edad de la comuna de San Fernando, distante 140 kilómetros de la capital, los que fueron entregados a matrimonios extranjeros.
El hecho se considera un hito e invita a pensar qué se destapará si los procesos judiciales en torno a ese turbio capítulo, se extienden.
Según se estableció en la vista judicial, abogados, sacerdotes y monjas, miembros de organizaciones sociales y antiguos funcionarios del área de salud pública, también habrían participado en el negocio en todo el país.
Al contrario de lo que ha ocurrido en Argentina, donde han sido los abuelos y hermanos quienes han llevado la voz cantante en la búsqueda de la descendencia familiar robada, en Chile han sido mayormente los otrora niños quienes movieran cielo y tierra en busca de sus madres y su origen chileno.
Ha habido otras diferencias. En tanto a los bebitos argentinos les escamotearon su identidad en las familias que los criaron —a veces de los propios represores de sus padres—, en los casos conocidos de niños chilenos, estos aducen que en los hogares «sustitutos» siempre les dijeron que eran adoptados.
Para algunos fue difícil introducirse en una sociedad europea ajena, donde sus pieles y ojos morenos destacaban entre sus compañeros de aula, ojiazules y blancos. Muchos eran mapuches.
A sus mamás las mantuvieron en desconocimiento de diversas maneras. A algunas les dijeron que sus bebitos habían muerto al nacer y les entregaron certificados de defunción falsos. A otras las declararon incapacitadas para criarlos. Terceras fueron presionadas diciéndoles que los enviarían a una casa de protección de modo temporal, y que, si no los entregaban, serían detenidas.
Muchas mamás eran casi adolescentes, no sabían leer ni escribir y las hicieron firmar papeles que nunca entendieron. A algunas como Alejandra Donoso, cuya historia fue publicada hace algunos años, les retuvieron el crío en el propio hogar de monjas que la acogió para que diera a luz. Ella estuvo entre las madres que regresó por noticias del niño. Hasta hace poco, se las negaron.
Papeles falsos, fraudulentas renuncias a los hijos, procesos de adopción ilegales y cobros de hasta 50 000 dólares por cada niño entregado, están en los entresijos de un negocio lucrativo para seres desalmados que contaron con la anuencia del llamado Plan Nacional de Menores elaborado por Pinochet que, se ha denunciado, promovía la adopción, acortaba los tiempos de la gestión y centralizaba las solicitudes en la Casa Nacional del Niño.
En tiempos de negacionismo y desesperados intentos por falsear la historia, es importante que estos capítulos del pasado reciente se juzguen y se conozcan. Pero, sobre todo, satisface que, gracias a personas y organizaciones de ayuda, el rencuentro ya premió a más de 260 madres y sus hijos.