Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Pinar querido…

Autor:

Liurka Rodríguez Barrios
Cuentan los que lo vieron con sus propios ojos, que los barbudos subieron a una rastra en las cercanías de la única calle real de Pinar del Río, aquel 17 de enero de 1959.

Continuaba viaje la Caravana de la Libertad, de Oriente hasta el otro extremo de la naciente Isla liberada. Ese mismo día, pero de 1896, Antonio Maceo alzó su machete en las Taironas, con su tropa de mambises.

Fidel habló ante la multitud sobre los planes de la Revolución, de cómo esta, abanderada de la justicia, la equidad, llegaría a cada rincón del país con el esfuerzo colectivo.

Muchos de los que nacimos en esa hermosa tierra vueltabajera, y otros, reconocidos como adoptivos, compartimos nuestro orgullo de tener aquella imagen abrazada, desde la historia.

A la Cenicienta no la aprendimos en un cuento infantil, más bien desde el recuerdo de padres y abuelos que debieron ingeniárselas, sin más abrigo que el de la miseria, hasta poco antes de la llegada triunfal de la caravana.

Y así se fueron acumulando, una por una, sus evocaciones: la maestra que prefería a sus alumnos de la raza blanca; el único cangrejo que almorzaron 7 hijos; el vestido de fiesta hecho de cortinas; la vez en que el dueño se cansó de prestar sus tierras a una familia de muertos de hambre; el viejo querido que se cubrió con yaguas la noche de más frío; el único par de zapatos que se rotaban las jóvenes para ir a bailes distintos...

En nuestra cuenta, todo había pasado hacía mucho tiempo, pero quienes sufrieron en sus carnes aquel Pinar de antaño siguen hoy muy vivos, ahora, felices.

Los relatos ya son diferentes aunque marcados por aquellas vivencias del pasado. Las muchachas de la familia se fueron a estudiar poco tiempo después del Triunfo y regresaron maestras, los muchachos se fueron a Angola y regresaron combatientes.

Pinar del Río siguió ahí, transformándose para toda la generación que lo sorprendió florecido, con una escuela en cada esquina, y el preferido de los parques de diversiones, que llevaba el nombre del primer pionero mártir: Paquito González Cueto.

Todavía existe «El Paquito». Se siente aún el dulce olor del algodón de azúcar y de aquel churro que obligaba a la visita de cada domingo con cintas coloridas, como mariposas.

Luego llegó la adolescencia, y los primeros efectos de los cambios en el mundo. Lejos se rompían muros que parecían invulnerables y nosotros todos, con menos que antes, pero decididos a no renunciar a las conquistas, al derecho a la libertad ganado y sin deudas.

A lo largo de la calle Martí, desde el emblemático y verde Parque de la Independencia, subíamos y bajábamos, intransigentes, llenos de planes de futuro.

Algunos ya no estamos tanto como quisiéramos, pero nunca se nos ha ido nuestro Pinar. Lo llevamos encima siempre, mezclado con la capital cubana, con la gente del centro y de Oriente. Lo contamos como es, campesino, cándido, cortés, rebelde, con su trono de Princesa, no por los cuentos de hadas, ni por privilegios, sino por esa página renovada que sus pinareños tejemos desde cada centímetro cuadrado físico o imaginario.

Es una suerte el retornar, el defenderlo de las ocurrentes historias, el prestigiarlo, el vivir, aunque sea en sueños, ese retrato exclusivo e inagotable de pintores y poetas en su amanecer desde occidente, al costado de los turgentes mogotes centenarios.

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