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Clase magistral

Autor:

Juventud Rebelde

Entró la llamada después de muchos años. Era la voz de Nuria Nuiry Sánchez, mi maestra de cuando yo estudiaba Periodismo en la Facultad de la Universidad de La Habana. La educadora de tantos seres humanos que en el transcurso de más de 50 años se habían quedado con algo de la luz hallada en algún aula encendida por la sencillez tan sabia de Nuria.

Mientras escuchaba su invitación al encuentro donde concurrirían amigos que por diversas razones habían estado cerca de ella, me subía del alma cierto regusto melancólico, y volvían aquellos instantes verdes en que todavía yo no me había descolgado, como quien dice, de la infancia; y sonreía casi todo el tiempo; y era cómplice de la candidez y el arrojo con que mi generación tejía y destejía el mundo.

Me sobrecogió tener un espacio en la sensibilidad y memoria de la maestra. Y como no hay mandato más fuerte que el del afecto, llegué temprano, este último miércoles, a la Casa Museo Servando Cabrera, ubicada en la habanera calle Paseo entre 13 y 15, donde comenzaron a mezclarse cubanos de distintas edades en un patiecito precioso; y donde la frialdad de la tarde tonificaba los impulsos y las más increíbles declaraciones de cariño.

Nuria vivió allí momentos muy merecidos y emocionantes, como recibir la Medalla 280 Aniversario de la Fundación de La Universidad de La Habana, por haber «jugado un papel destacado en la formación de los profesionales del periodismo, la comunicación, las artes y las letras»; y por haber «contribuido notablemente al desarrollo de la extensión universitaria y de la cultura de nuestro país», entre otras razones.

Pero ese premio tangible se fue entreverando con otros que, sin saber cómo ni en qué momento, convirtieron el homenaje en una clase magistral de la Profesora Titular de la Universidad de La Habana, quien actuaba como eje que movía hilos invisibles y propiciaba diálogos, algunos que viví —y ese fue mi regalo—, y por cuenta de los cuales apresé un manojo de verdades en demasiado poco tiempo.

La primera maravilla, en un escenario de gente viva, y repleto de flores hermosamente acomodadas, fue contemplar una generación con la edad de mis padres (habían pasado de los 50). Quizá faltaban uno o dos en la lista, pero aquello era un aula entera que Nuria había tenido en sus manos cuando ellos eran adolescentes. Los hombres eran elegantes, y de una ocurrencia sobrecogedora, esa que solo nace de ser cultos. Y las mujeres exhibían un desbordamiento por esa fiesta que es existir, y lucían esa lindura que solo da la transparencia. «Qué transgresoras...», me dije, y casi sentí pena por esos fantasmas prejuiciosos que suelen acecharnos y que no pocas veces, dentro de nosotros mismos, nos ganan la pelea.

Como tiro de gracia, sentada con toda naturalidad y elegancia, estaba la Doctora Beatriz Maggi, con sus 84 años y una intensa carrera en el magisterio, alguien que por décadas ofreció conferencias en la Facultad de Artes y Letras de la Universidad de Habana, la cuales eran perseguidas hasta por estudiantes de aulas y matrículas ajenas. «¿Qué libro podría sostenerla para vivir; con cuál le gustaría irse al otro mundo?», le preguntó José Alejandro, mi colega y también alumno de Nuria. Y ella: «No me mandes tan pronto al otro lado. ¿Sostenerme aquí?: solo puede hacerlo otro ser vivo...». De todos modos confesó que La Divina Comedia, del poeta florentino Dante Alighieri, es una de sus obras predilectas.

En medio del festejo, una mujer tremenda que vivió sus turbulentos años universitarios en los 70, vino a decirnos: «No olviden que fuimos nosotros quienes empujamos duro para que las muchachas que llegaron después no tuvieran que ir vírgenes al matrimonio...». Y se sumaron otros que empezaron a recordar enjuiciamientos absurdos de una época.

Nuria, a quien perdí de vista mientras las tertulias que iban cerrando la tarde nos hacían olvidar el frío, hizo lo suyo cuando le tocó hablar a todos y comentó que acababa de cumplir sus 75 años. «Hay quien prefiere no decir cuánto ha vivido y se quita edad, pero, si hago eso, ¿de qué parte de mi vida estaría renegando?». Por segundos, el patiecito se sumergió en el silencio.

«Soy atea, dijo, pero siento que todos mis alumnos están dentro de mí»; Y recordó a sus discípulos Manuel González Bello, Guillermo Cabrera Álvarez y Eduardo Jiménez García, este último con tanto talento para dar al mundo, demasiado tierno para haberse ido, cuya simple mención me remontó a los años verdes, sentimentales y límpidos del aula. «La vida es una, indivisible, y en ella vamos todos juntos, con nuestro pasado, presente y destino», remarcó Nuria, quien, quizá sin quererlo, había tramado la atmósfera para otra de sus clases magistrales.

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