Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Generosos en la memoria

Autor:

José Alejandro Rodríguez

Algún día habrá que levantar un monumento al solidario desconocido, así como se han erigido memoriales a tantos soldados que diluyeron sus señas personales en las grandes proezas épicas de la humanidad, y nunca pudieron ser identificados en la gloria y la memoria.

Cuando se frague ese mausoleo a los anónimos de la generosidad en las pacíficas escaramuzas de la sobrevivencia cotidiana, llevaré flores allí a un niño —¿quién sabe quién?— que me tendió la mano para siempre en 1963. Un aspirante a Garrón, aquel noblote fortachón que protegía a los más pequeños y desvalidos del aula, en ese devocionario de la compasión que es la novela Corazón, del italiano Edmundo de Amicis.

Todo sucedió en aquella escuela al campo que estrenábamos los alumnos de la secundaria básica José Martí, en la localidad de Colón. Niños apenas. Y este redactor más niño aún, pues con solo diez años accedí al 7mo. grado, gracias a extraños experimentos de aceleración escolar en alumnos aventajados que a la larga no funcionaron.

Por primera vez me separaba de mis padres, para enfrentarme a los trabajos del campo. Prueba de fuego para cortar cordones umbilicales de sobreprotección, y valerme por mí mismo, un pichón de pequeño burgués en esa mescolanza de cunas y orígenes que trajo la Revolución Cubana. Un niño que ya había leído Robinson Crusoe, pero criado a toda leche, no desarrollaba las habilidades y destrezas del mítico emprendedor creado por Daniel Defoe. Un típico manos torpes.

Esa mañana del arribo, nos albergaron en una nave que tiempo atrás había sido criadero de animales, subdividida en corrales reconvertidos en «habitaciones». Nos dieron hamacas de saco de yute con sus sogas, para armarlas y colgarlas de las columnas.

Y este inhábil, habituado a tantos melindres y holguras, se desgastaba infructuosamente en lograr los nudos seguros para el futuro lecho. Fue cuando un mulatico algo más crecido, con la pericia de los humildes que han tenido que ganarse la calle, se compadeció de aquella invalidez, y en un santiamén me armó la hamaca.

Luego el compañero de «cuarto» me convidó a bañarme en una poceta cercana, muy honda, que ya habían descubierto los «exploradores» del grupo. Y desistí, porque no sabía nadar, aunque verano tras verano disfrutaba de Varadero con mis padres y hermanos. Aún no sé nadar, con 65 años y viviendo en una isla.

El solidario solo me pidió que en aquel maremágnum del albergue, mientras se daba un chapuzón en la poceta, le cuidara su equipaje: una tosca maleta de madera, cual cajón de bacalao, y sin candado.

Ni siquiera supe el nombre de aquel fraterno desconocido que nunca retornó al albergue. Se ahogó en la poceta, y al otro día fuimos a enterrarlo al camposanto del pueblo todos los alumnos, entre ellos uno que resguardó aquella maleta solitaria y la entregó al director de la escuela, como símbolo del nunca jamás.

¿Quién hubiera llegado a ser aquel muchacho? Todavía recuerdo a la perfección su noble rostro, cada vez que me enfrento a una rotura del carro de noche en una carretera, o en plena ciudad, y siempre aparece un solidario que se detiene a ayudarme con sus probadas destrezas, hasta que arranco al fin por esta vida, prometiéndome que voy a aprender a valerme por mí mismo en menesteres prácticos.

Pero si no aprendo la lección con la mecánica, el empate de dos cables o la ceba del motor del agua, por ahí andan esos generosos anónimos, que aparecen a la vuelta de la esquina para auxiliar con sus pericias, y sin precio alguno, a estos agradecidos inhábiles que nos creemos inteligentes.

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