Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

La pasarela

Autor:

Luis Raúl Vázquez Muñoz

No porque tenga algunos años, la moda —o la modistilla, por aquello de la «vistilla»— deja de tener sus signos de exclamación; sobre todo en el lugar al que nos referimos: las discusiones de tesis, trabajos o seminarios finales. Entonces ahí hace su entrada nuestro tema de hoy: la pasarela.

Trajecitos del más allá o algunos alquilados en el más acá (aunque a los efectos de la opinión pública se debe decir que los mandaron unos familiares de afuera). Mucho colorete, vaselina, mechas y pelos artificiales —la queratina a dos manos—, tacones, pantaloncitos de pinzas bien apretados a las piernas en el caso de los varones, y en el de las muchachonas, vestidos ajustados con calzados (puyas, preferiblemente) que ambiente de 20 CUC para arriba, no menos; aunque lo real fue que se cogieron en rebaja. O —échate para acá, para decírtelo bajito—, que se los prestó una vecina.

Eso para no hablar de la otra parafernalia. La tarequera: laptops, tablets y celulares, ya no BLU ni Alkatel, si acaso Samsung. No, señor: LG, mi hermano, y si es el de la manzanita, ¿la que se enciende?, esa misma: pues a tirar voladores en los carnavales de Remedios. Y mucha foto, y mucho video. Y vengan para acá. Clic. Y pónganse así. Clic. Pon cara de tipo bravo («anjá») y haz la señal de victoria con los dedos. Clic. Niña, trata de poner cara de Angelina Jolie. Clic-clack.

Pero el asunto no queda ahí. Ese es el preámbulo, que anteriormente tuvo una precuela  cuyo final fue hace unos minutos en el aprobado del vestuario. Que a esa hora —y como corriente subterránea que ayuda a cohesionar los hechos—, desplaza el otro intento de aprobado, el verdadero: el de la discusión del trabajo final. Porque en el turno de los tribunales, minutos antes de su inicio, hace su entrada la otra pasarela. Pomos de refresco, la botella de sidra, la de menta, el ron de etiqueta, la tacita con caramelos y bombones, el café («Ese no tiene chícharos», susurra muy sonriente y dadivosa una señora al oído de alguien) y, por supuesto, la señal de que afuera, cuando la cosa termine, hay un «bufecito» (en el más comedido de los casos).

Bueno, usted preguntará: «Periodista, ¿y qué hay de malo en que uno se emperche para la tesis?». Nada, respondemos nosotros. Si eso es más viejo que andar a pie. Si hasta un personaje de la película de Vampiros en La Habana, por allá por el machadato, le toca la capa a su amigo Pepe y le pregunta con voz ronca: «Tigre, ¿pa’dónde tú vas pa’una graduación?». Lo malo, sin embargo, está en lo otro. En cambiar las formas por el contenido. O para decirlo más fino, con más «flus», como decía Raúl Roa: el de preocuparse más por las lentejuelas que por las esencias de las personas.

Claro que para una ocasión como esa hay que ponerse lo mejor que uno tiene. Pero, además, su control verdadero no se logra a través de normas administrativas, sino de principios. Porque una cosa consiste en honrar ese momento y el ejercicio académico, y otra muy distinta es la de jerarquizar un fetichismo, que busca apabullar la adquisición a los individuos con menos posibilidades y la adquisición del conocimiento con un desfile banal de ropajes y poses de película barata.

Esa «modistilla» provoca sus daños cuando se acepta como normal. Uno de ellos es la presión sicológica que genera en otras personas. Hace poco nos contaban una anécdota —coincidente con otras— de una joven convertida en puro nervio días antes de la discusión de un seminario final. El motivo no era la preparación. Al contrario, la muchacha es de cinco. El problema era que no tenía la ropa adecuada para enfrentar a «la pasarela» y las comparaciones subsiguientes que iban a vivir ese día.

Tuvo que ser un paciente trabajo de la familia lo que la llevó a presentarse ante el tribunal correctamente vestida. «Usted va con lo que tiene: pobre pero decente», le dijeron. Y así se fue. Sola, con una modesta merienda, para alcanzar un cinco con felicitaciones; junto con una profunda señal de respeto por parte de sus profesores. Precisamente, lo que no obtuvieron otros inscriptos en la nómina del «flus», que incluso terminaron en el llanto. ¿A esa hora de qué les valió la pasarela?

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