Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

El aplauso

Autor:

Larry Morales

Desde que leí en la prensa que los médicos y enfermeras que andan por los barrios cubanos, casa por casa, y por otras latitudes; o los que parecen cosmonautas en sus escafandras porque «juegan» directamente con el virus que nos ha hecho perder el rostro, merecen un aplauso cada noche, justo a las 9:00, como el cañonazo de La Habana, me he sumado al merecido reconocimiento.


Los primeros aplausos me sorprendieron frente a mi computadora, espantado por las miserias humanas, también encantado por las riquezas que ha desatado esta pandemia que se propaga como la espuma y ha sido capaz de sacarle a flote a cada país sus más intrínsecos pensamientos, sus dudas ancestrales; que ha desatado el odio de muchos y la bondad de otros, el temor de muchos y la entereza de otros, el egoísmo de muchos y el altruismo de otros.

Son tantas las ocupaciones que uno genera en medio de este encierro profiláctico, vital, que se me pasó la hora y no aplaudí las primeras veces. Para qué negarlo, me sentía apesadumbrado, toda Cuba aplaudiendo a sus héroes, y yo, ajeno a la euforia.
La noche que aplaudí por vez primera me desquité por las que no lo había hecho. Recuerdo que esa tarde había leído que nos acusaban de politizar la epidemia —hace mucho tiempo que acusar a Cuba se ha puesto de moda—, de manera que me hice el firme propósito de batir mis palmas, no solo por los médicos y las enfermeras, sino por todos los que tienen que salir de la seguridad del encierro, de la garantía del hogar, a lidiar con esos invisibles y diminutos seres que han demostrado que los más fuertes no eran precisamente los que aparentaban serlo y los más invulnerables no eran tan invencibles.

En fin, sería muy larga la lista de los virajes conceptuales que han logrado esos virus con coronas de reyes imperiales. Si mi abuela viviera. diría que han puesto el mundo patas arriba, que es más o menos lo que quiero expresar, pero claro, yo no tengo la frescura discursiva de mi abuela.


Cada noche aplaudo con el alma, como aplauden todos los cubanos a esos que batallan en el frente. Y aplaudo junto a mi familia desde el oscuro portal de mi casa, sin cámaras de TV ni selfis con celulares; comparto mi aplauso con los vecinos, con mis hijos, con los hijos y los vecinos de muchos pueblos, de todo el país. Es un aplauso anónimo, sin nombre propio; un aplauso que se pierde en el éter y atraviesa los océanos y las cordilleras.


Me gustaría también estar entre los aplaudidos, pero comprendo que cada quien debe hacer lo que le corresponda. En esta batalla me ha tocado aplaudir, de manera que lo haré mientras haya un coterráneo, un hermano, un camarada, devolviéndole el rostro a la vida.

(Escritor e investigador, presidente de la Filial de la Fundación Nicolás Guillén en Ciego de Ávila)

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