Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Los niños de La Coloma

Autor:

Raciel Guanche Ledesma

En los pueblos pesqueros da la sensación que el tiempo no pasa. Incluso en La Coloma, ubicado al oeste de la ciudad de Pinar del Río, donde todo lucía destrozado y agobiante a escasas horas del paso de Ian por esa zona. Impasible ante los efectos de un huracán tan demoledor, no parecía que el Dios Cronos ayudara, al menos desde mi percepción de visitante.

Allí el sol incide con la misma fuerza desde bien temprano en la mañana hasta bien entrada la tarde-noche, y tal vez por ello queda en el imaginario la inexactitud del horario, a la vista de la impaciencia del pescador que camina y de los rostros agrietados de quienes sueñan su único vicio: el apego al mar y al salitre que se desprende en días calurosos.

La gente humilde es así, lleva tatuadas arrugas por todos lados como símbolo de los años y del trabajo duro que cargan sobre la piel. Pero el alma de estos pueblos no circunda en esas siluetas arrugadas ni en las labores forzadas que emprenden. Lo que alegra y revitaliza tanta monotonía se encuentra, tal vez, en la sonrisa sincera de los niños que zapatean a diario las calles estrechas de La Coloma.

Quizá los adultos no comprendan aun el protagonismo de sus hijos en un pueblo donde la iniquidad de la naturaleza dejó tantas personas sin techo bajo la fría penumbra. Bien sabemos quienes hemos compartido con su inocencia que estos chiquillos engloban una mística más allá de la espontaneidad, de las risas y los juegos.

Cuando casi nadie conocía en La Coloma de la existencia de un campamento de estudiantes de la FEU que habían ido a lidiar con el desastre para intentar levantar la esperanza, ya los niños interactuaban con aquellos «atrevidos», y pretendían desde el primer momento descifrar por qué les llenaron el patio de su círculo infantil con casas de campañas.

A los más pequeños casi siempre les cuesta romper barreras ante lo desconocido, como a todas las personas… pero estos chiquillos de alma noble eran diferentes. Lo supimos desde el día que llegamos, cuando decidieron quedarse en el campamento para apostar por las sonrisas, las preguntas extrovertidas y el renacer de la alegría que les fuera robada horas atrás por Ian.

Nadie mejor que ellos para exteriorizar el alcance de la tragedia con la ingenuidad propia de su edad, porque vieron «a gigantes furiosos arrancar despiadadamente los techos de sus casas», como los escuché decir una tarde cualquiera mientras jugaban con varios de nosotros en el único y maltrecho parque de ese poblado pinareño.

Para los voluntarios no existía algo más reconfortante, al finalizar cada jornada de trabajo en el pueblo, que regresar al campamento y encontrarlos allí con su sonrisa sincera, esperando como escaramujos nobles del saber, aunque no entendieran lo simbólico de nuestra tarea o el peso de las grandes obras humanas, porque a esa edad solo sueñan el presente y la felicidad emerge de las pequeñas cosas cotidianas.

Aun así indagaban por la bandera, la suya y de todos, aquella que colgaba en lo alto de un trozo de tubería vieja a las afueras del círculo infantil. Y preguntaban también antes de los juegos diaros, a su manera, qué podían hacer para ayudar.

No sabría explicarlo, pero en esta Isla hay místicas difíciles de romper; épicas definitorias aun desde la inocencia, y si esa localidad pinareña no sucumbió ante tantísimo destrozo, fue en buena medida gracias a los niños y niñas que la habitan. Si hoy La Coloma vuelve a recuperarse, si continúa en pie frente al mar que la desafió hasta el cansancio, es obra también del cariño que desprenden esos chiquillos de rostro y corazón humildes.

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