Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Reminiscencias filiales

Autor:

Juan Morales Agüero

El recuerdo de mi padre es un tesoro que conservo a prueba de olvidos en el entrañable relicario de mis afectos. Aquel buen hombre de canas precoces y perenne sonrisa fue tan importante en mi vida que devino referente. Hoy, cuando mis años superan a los suyos en el momento de su partida, sus códigos existenciales continúan marcándome derroteros, aun en los escenarios más difíciles. Es una pena que no siempre los aplique a pie juntillas. Se dice con toda razón que las personas se parecen más a su tiempo que a sus padres.

Mis neuronas no precisan el contexto exacto en que su imagen adorable debutó en mi visualidad infantil. ¿Sería cuando me llevaba a pelar a la malanguita con el barbero de siempre? ¿O aquella vez en que se molestó un rato porque «descubrí», oculto tras un mueble, el juego de soldaditos que les pedí como regalo a los Reyes Magos? Arruinado el factor sorpresa, a él no le quedó otra que llamar a filas a las figuritas, inventarme una historia sobre los monarcas barbudos y echarse a reír por mi candoroso intrusismo.

Comencé a disfrutar las salidas ocasionales en su compañía, aunque solo fueran a la esquina. Me hinchaba de orgullo si a alguien se le ocurría comentarle cuánto nos parecíamos. A la sazón, ya había aprendido a leer, y él —lector también— me alimentaba el hábito comprándome libros y revistas infantiles, con cuyas historietas establecí simpatías.

En su trabajo de lector-cobrador de los metros contadores eléctricos, era incansable. Recorría el pueblo enhorquetado en su bicicleta soviética a la que le
traqueteaban todos los tornillos, pero que siempre tuvo de alta. Lo veo con su sombrero de yarey y sus espejuelos a guisa de equilibristas sobre la punta de la nariz, mientras escribía números en un libraco lleno de folios y de nombres de consumidores.

Madrugador contumaz, dejaba la cama con la fresca, listo para la primera colada, mientras escuchaba los repentistas —una de sus aficiones—, en un radio VEF que le regalamos en un cumpleaños en remplazo del vetusto RCA Víctor de madera y válvulas. Tampoco se perdía Alegrías de Sobremesa, y menos San Nicolás del Peladero en aquel televisor Krim 218 en blanco y negro, siempre nublado de lloviznas.

Lo evoco fabricando puré de tomate en un aparato que él mismo diseñó, capaz de simplificar sobremanera la tarea. O sembrando hortalizas en una pequeña parcela que teníamos al fondo de la casa. O ayudando a despachar en la tienda del barrio, con aquella destreza suya para envolver que todos le celebraban. O simulando ignorar que yo fumaba, a pesar de guardarme cada mes los cigarros fuertes de la cuota…

Mi padre fue un hombre de carácter alegre, siempre con una jarana en el directo. «Los niños no te respetan porque juegas demasiado con ellos», lo recriminaba mi madre cuando lo veía pellizcar a uno o esconderle la pelota a otro. A ella también le gastaba bromas, como aludir a su edad delante de terceros, a sabiendas de que —como les ocurre a muchas mujeres— no hacía buenas migas con el tema. Formaron una pareja bien llevada que solamente la muerte separó.

En mis tiempos de estudiante becado, estaba al tanto de mi disciplina, de mis evaluaciones y hasta aceptó presidir un consejo de padres solo por complacerme. Cuando me tocaba algún pase, se las arreglaba para tenerme algún licorcillo con el que descargar con mis amigos. En aquellos tiempos difíciles —cualquier parecido con los de hoy no es pura coincidencia— llegué a alternar mi deprimida vestimenta con alguna que otra ropa suya, en especial unos pantalones de gabardina que, de solo imaginármelos ahora, me sonrojan.

Compartía conmigo y con mi piquete como si fuera uno más, eso no obstante las obvias diferencias generacionales. Disfrutaba llevarme la contraria en el fútbol, la pelota o cualquier otro deporte, y lo hacía solo por sentirse parte de mis aficiones. De su humilde salario siempre reservaba algo para mis salidas nocturnas o mis parrandas juveniles. Y no conciliaba el sueño hasta que no retornaba a casa.

Aún me autoflagelan las veces que le «sustraje» menuditos de su bolsillo, mientras él echaba un pestañazo al mediodía. Eran tiempos en que con una simple peseta se le compraban dos barquillas de helado casero al vendedor que los pregonaba desde un carretón. Él se daba cuenta de mis escamoteos y se hacía el dormido para no interrumpirlos.

Se marchó a otra dimensión sin previo aviso y sin que le dolieran ni los callos. Hasta sus últimos momentos mantuvo su talante alegre y optimista. Fue el epílogo que siempre deseó tener. No dejó en herencia nada material, pero sí un prontuario de decencia que intento tener presente en mi conducta. Han pasado los años. Aun así, ¡nadie supone cuánto necesito ahora sus consejos! Hoy, Día de los Padres, lo recuerdo como en los buenos tiempos. Querido viejo… 

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