Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Vergüenza ajena

Autor:

Ana María Domínguez Cruz

Quedé atónita cuando vi a Eliseo Diego, a Herminio Almendros, a Óscar Wilde, a Leo Brower y a otros, tirados a los pies de un contenedor de basura, envueltos en ella, abandonados. Ahí estaban y algunos pasaban cerca y ni los miraban, aunque los aguacates maduros y los cascarones de huevo los cubrían.

Sin embargo, todos estaban en perfecto estado, pero tirados a su suerte, como si hubieran estorbado demasiado un rato antes en algún lugar y sin que mediara piedad alguna, los vi lanzados al suelo. No pude soportar la herejía y los rescaté.

Caminando hacia la casa pensé si alguien más quiso hacer lo mismo. Me resisto a creer que queden pocos a quienes, desde pequeños, les hayan enseñado el valor de un libro y no lo hayan olvidado. Y si hubo quien prefirió botar a los grandes que mencioné antes de donarlos a una escuela o biblioteca, o tal vez regalarlos, desde lo más profundo de mí anhelé que no pudiera conciliar el sueño al menos esa noche.

Sucede que el valor de un libro es innegable y no se concibe que el conocimiento quede confinado a un rincón con desperdicios encima. El respeto, además, a quienes hicieron historia con su obra no puede dejarse a un lado. Y todo lo que crecemos tan solo con la lectura de unas páginas es increíble.

Afortunadamente días después supe de una iniciativa singular en uno de los establecimientos que encontramos en la calle J camino a la Universidad de La Habana, en el Vedado habanero. Un cajón con libros a la entrada incita a pensar que están en venta, pero al revisarlos, no se les encuentra el precio. Al preguntar, la respuesta sorprende: «No están en venta», «son para que sean intercambiados». Es decir, yo podía llevar uno o dos y colocarlos en el cajón mientras, a cambio, me llevaba uno o dos. Y me alegré tanto de que esa iniciativa existiera a escasos pasos de un centro de altos estudios, aunque no son pocos los que sé que allí cada vez leen menos.

Equiparo esa idea a otras que pululan en el mundo. Biblioplayas y bliblioparadas, el Bookcrossing (que consiste en dejar libros en la vía pública para que los intercambien, sin que alguien se lleve a su casa alguno) y hasta su regalo por ciclistas que pedalean por distintas zonas urbanas. Camellos que transportan bultos de libros en lugares áridos de Kenia, el proyecto Biblioburros que desde 1997 pone en el lomo de Alfa y de Beto riquezas literarias que son llevadas por pueblos colombianos, y hasta la austriaca idea del Projekt Ingeborg, mediante la cual se sitúan pegatinas con códigos QR y tecnología NFC en las calles de Klagenfurt para que todos los interesados adquieran archivos valiosos para sus lecturas.

Entonces me alegro al saber que existen otros quijotes por ahí que luchan contra los molinos de la desidia, y que se empeñan en evitar que el saber acumulado en páginas quede ignorado. ¿Recuerda el axioma que sentencia que los libros no se prestan? Puede sonar muy drástico, pero encierra la valía que se le otorga a aquello que tanto queremos.

Espero no volver a encontrar en el basurero algo que me provoque vergüenza ajena.

 

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