Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Con una escoba, tal vez

Autor:

Luis Raúl Vázquez Muñoz

En la clasificación de los tipos de transportistas, existe una. La de choferes que son directivos o funcionarios, técnicos, trabajadores de algún nivel y, por lo tanto, por el cargo, se les asigna un medio de transporte. De locomoción. De combustión interna. Un «perol» (un carro) o una moto.

Pero resulta que esa categoría, a su vez, se divide en dos subcategorías: los que cuidan el aparato (el de transporte, no sean mal pensados) y los que no. Los que se preocupan por lavar el «medio», engrasarlo, repararlo, por estar atentos a cualquier detalle y los que tratan al vehículo de una manera salvaje.

La experiencia la vivíamos hace poco con el dolor de un vecino. El hombre se había desempeñado durante años en una empresa en un cargo de dirección, razón por la cual le asignaron una moto modelo Jianling. La sacó nuevecita, con cero kilómetros y, durante el tiempo que la mantuvo, la «nave», en verdad, estaba que parecía acabada de sacar del cajón de embalaje.

¿Cómo lo lograba, sobre todo, en el vía crucis contradictorio de los choferes en Cuba? Ese, por ejemplo, donde tú sabes que el vehículo no es tuyo; pero, debes atenderlo como si lo fuera y, por lo tanto, buscar lo que le hace falta, muchas veces, ¿contra la economía familiar?

Bueno, el caso es que la moto
funcionaba como un trueno: alegre, precisa, asentada. Una moto de salir, que el fin de semana era limpiada al detalle y que, al menos una vez al mes, el vecino se tomaba el trabajo con un cepillo y un paño seco de retirar el polvo de los lugares más recónditos del equipo.

Pero un buen día apareció la solicitud de pasar a otra plaza por decisión propia. Plaza, que no llevaba vehículo. Y con el traslado, atrás se dejó la Jialing. Quizá la moto quedó como esos perritos llorosos que se echan en una esquina, cabizbajos, apenas meneando el rabo por la esperanza contenida, cuando ven que se aleja una persona querida del hogar. 

El caso es que el nuevo «jinete» la pulverizó con la persistencia de una piedra de esmeril y la sevicia propia de un bisnieto del marqués de Sade. De un vehículo óptimo se pasó a otro, lleno de fango, sin la pizarra funcionando, el pedal de arranque partido, la cadena de transmisión oxidada con el remate final: las culebrillas, que ayudan a marcar las revoluciones del motor y las velocidades de desplazamiento, partidas por completo.

Lo interesante es que el tipo lo decía claro, sin ambages: «Lo mío es que esto me mueva y, cuando se joda, ya veremos». Después venía la aclaración: «Sí, porque esto no es mío». 

Y es verdad. No era de él. Pertenecía al Estado. Pero no a cualquier Estado, sino que, por el tono, se deduce que se refería a esa instancia omnipresente y que, de tanto estar, se puede convertir o la convierten en algo pasajero, indeterminado, subestimable y de segunda, porque sencillamente no se controla ni se exige y, en cambio, sí hay más mano pasada que el pasamano de una escalera.

Llegados al punto, enseguida aparece el refranero popular. Ese que habla de que tanta culpa tiene el que mata la vaca, como el que le aguanta la pata. Porque, en este caso, al igual que muchos, pero muchos otros existentes en el país, la culpa no es tanto del «matarife» (que la tiene) como la de los otros. Los de arriba, los superiores. Los que deben fiscalizar, controlar, hacer estremecer la vergüenza; porque sin ella no hay conciencia que valga y sí mucha cara dura y hasta blindada con uranio enriquecido.

 De esos ejemplos están pavimentados (y sin baches) los caminos hacia la impunidad y otras cosas más. Cuando todo pudiera haberse resuelto con algo sencillo, sin mucho esfuerzo. Una alerta, un llamado de atención, unas cuentas claras al bisnieto de Sade o sus posibles homólogos. O un pequeño haloncito de orejas o bajarlo de la moto y montarlo en una escoba, por si tal vez quiere andar en algo. Sobre todo, bajo estos calores de verano.

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