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El Pentágono y su contaminación percloratada

Como si no fuera poco llevar a cabo dos guerras, acompañadas de la brutalidad habitual, y gastar en ellas y en armamento letal e inútil una enorme porción del presupuesto de EE.UU., a costillas de la desprotección de necesidades elementales de la ciudadanía estadounidense —salud y escuela para todos, por ejemplo—, el Pentágono se ha convertido en el mayor contaminante de su país.

Un misil Hawk lanzado en Fort Bliss Cada año vierte 750 000 toneladas de desechos peligrosos, superando a las tres más grandes compañías químicas combinadas, dice un artículo publicado en Counterpunch por los periodistas Jeffrey St. Clair y Joshua Frank.

Ellos han denunciado la confabulación del Departamento de Defensa y sus contratistas, la Agencia para la Protección Ambiental (EPA) y la industria química para bloquear cualquier legislación que impida el uso del perclorato, un componente del combustible de cohetes y misiles.

El perclorato, una sal derivada del ácido perclórico, afecta el crecimiento infantil y en especial el progreso mental, porque interrumpe la función de la glándula tiroides, reguladora del desarrollo cerebral; y resulta que ese químico que se comenzó a utilizar a mediados de la década de los 40 del pasado siglo, se filtra prácticamente de cada una de las plantas de la industria bélica y las instalaciones militares, por tanto se ha reportado ahora que forma parte componente de las aguas subterráneas y de beber de 35 de los 50 estados de EE.UU., integra la cadena de alimentos, incluida la leche de vaca y también de las mujeres lactantes, por lo que virtualmente cada norteamericano tiene algún nivel de perclorato en su cuerpo. Hace apenas una década los estudios hablaban de solo 22 estados...

Según la publicación en la web de la Organic Consumers Association, los científicos han advertido que este químico puede haber causado deficiencia tiroidea en más de 2,2 millones de mujeres estadounidenses en edad fértil.

El problema no es nuevo, es acumulativo; ya en 1998 se mencionaba la existencia de 50 millones de acres donde las toxinas de los fragmentos de bombas, de las municiones sin explotar, y de los desechos enterrados, entre otros elementos abandonados, esparcidos o quemados por los militares hacen su labor infernal.

El Pentágono ha seguido una política simple e irresponsable: cuando el sitio que ocupa está demasiado contaminado lo cierra y se busca otro, pero aquellos pasan a formar parte de «refugios» para la vida salvaje, parques de ciudades o del estado, campos de golf, aeropuertos, o grandes centros comerciales, y estos tienen sus fantasmas a cuestas.

Hay 12 000 sitios militares en EE.UU. donde el Pentágono ha utilizado explosivos vivos para el entrenamiento de sus fuerzas. Pero insistentemente, el Departamento de Defensa presiona al Congreso para la aprobación de leyes que le permitan violar libremente las regulaciones ambientales, bajo el argumento de que esas normas, al restringirlos, constituyen una amenaza a la seguridad nacional.

Cuando a comienzos de 2003 el senador californiano Feinstein demandó que los uniformados limpiaran la contaminación por perclorato en bien de la seguridad pública, el Departamento de Defensa respondió que el perclorato era un asunto de «preparación» antiterrorista. Un mes después, la administración de George W. Bush ordenó a la EPA completo silencio sobre su impacto en la salud humana.

Aunque estudios de instituciones independientes han señalado los peligros para los estadounidenses, el silencio se hace más denso cuando se trata de la contaminación generada en sus bases allende las fronteras y los mares. Desde Panamá hasta Filipinas, pasando por la sufrida Vieques, el poderoso Pentágono se ha negado a limpiar la suciedad que va dejando atrás, o lo hace con una lentitud letal.

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